Fui árbitra de fútbol, y lo dejé por los insultos y las amenazas

 

Cuando veo a una mujer arbitrando partidos de Primera División o Champions, las admiro por todo lo que ha tenido que pasar y aguantar hasta llegar ahí. Si no es fácil alcanzar la élite del fútbol para un hombre, muchísimo menos lo es para una mujer. Por mucho que algunos piensen que tienen ventaja por aquello de la paridad… 

Quiero pensar que las cosas han cambiado, de hecho tienen que haber cambiado porque hace unos años era imposible imaginar que una mujer lograse tal representatividad, pero sé que la lucha sigue siendo muy dura.

Yo era prácticamente una adolescente cuando empecé a interesarme por el arbitraje. Desde siempre me había gustado el fútbol, era fiel seguidora de la Liga española, aunque nunca había llegado a practicarlo. Sin embargo, me llegó el llamamiento generalizado del comité de árbitros ante la necesidad de nuevos colegiados, y me apunté para probar. 

Tras algunas clases teóricas en las que nos explicaron a los nuevos todas las reglas del fútbol 11, recibí mi primer nombramiento. Fue una designación extraoficial, y es que en los pasillos del colegio lo habitual cada jueves era ver a los árbitros titulares desesperados reclutando asistentes. Aunque teóricamente sean tres las personas que deben intervenir en los partidos, la realidad es que cada fin de semana la mayoría de encuentros se disputaban solamente con un árbitro, o como mucho le acompañaba un juez de línea. Así que, antes incluso de tener mi propio equipamiento que la Federación me proporcionaba, ya me apunté para asistir un partido de Segunda Regional.

Recuerdo que estaba muy nerviosa, porque además era en un campo que se consideraba “caliente”. Pero tuve la suerte de que el árbitro había sido entrenador del equipo local, así que pudo mantener el partido a raya. Sí, lo de los conflictos de intereses que se dan en el comité desde las categorías inferiores también sería digno de comentar. Así como la necesidad de pasar horas y horas en la sede, relacionándose bien, haciendo favores y hasta diría yo adulando a los superiores, para poder ascender.

Después de ese primer partido llegaron muchos otros. Cada jueves acudía al colegio de árbitros para recoger el nombramiento de ese fin de semana. Los primeros meses fueron todos como primera o segunda jueza de línea en categoría senior, pero conforme avancé con las clases teóricas empezaron a mandarme también como árbitra a partidos de categorías inferiores. 

Desde el principio me resultó duro, sobre todo cuando iba sola, ya que por muy bien que hicieras las cosas, siempre recibía críticas y protestas. Recuerdo un día que llovía, el terreno de juego era prácticamente fango, los niños tendrían unos 8 años y quise suspender el partido. Ambos equipos me rogaron que se jugase, algunos padres igual, y finalmente acepté. Fue un error, puesto que los niños se empaparon y pasaban más tiempo en el suelo, porque se resbalaban continuamente, que jugando. Por supuesto, reclamaban falta por todo y la culpable de cualquier cosa era yo. Y aunque la falta de respeto por los colegiados es algo generalizado, con las mujeres se intensifica mucho más.

No era por el dinero, pues nos pagaban muy poco. Si acaso ganabas algo más por kilometraje y dietas, si el partido era lejos y llevabas tu coche. He conocido prácticamente todos los pueblos de mi provincia. Si seguía era porque algunos partidos acaban bien, se jugaba, se arbitraba (siempre con alguna polémica, claro, pero nada grave) y al final te agradecían la labor y todos más o menos contentos. Esos partidos me encantaban, me lo pasaba muy bien. Disfrutaba del ambiente, de los esprints, de vivir de cerca las buenas jugadas, de la adrenalina ante algunas decisiones, de superar mi timidez, de la sensación de ir mejorando… ¡Hasta del refresco y el montadito de lomo que a veces podíamos tomarnos en el ambigú al terminar! Por eso decidí continuar un poco  más.

Pero pronto empezó a pesarme demasiado eso de acabar cada partido saliendo del pueblo de turno escoltados por la Guardia Civil, e incluso llegué a ir con miedo a algún encuentro porque me sentía desamparada. Como cuando un día yendo de asistente, el árbitro titular suspendió el encuentro por amenazas, pero se acercó al vestuario un delegado del comité de árbitros para obligarnos a continuar. Así que tuvimos que volver a salir al campo deshaciendo la suspensión, con la falta de autoridad que eso conllevaba. O como cuando algún miembro del cuerpo de seguridad, que debía protegernos, era del mismo pueblo, forofo del equipo local y amigo íntimo del público que nos insultaba e intentaba agredir.

Ir a arbitrar se convirtió en una experiencia desagradable. Tenía que madrugar muchísimo los domingos, a veces realizar un camino de más de una hora en coche, soportar el frío de las mañanas de invierno, recibir todo tipo de insultos, temer por mi integridad física, ducharme con agua helada al finalizar y volver a casa después de la hora de almorzar. ¿De verdad me merecía la pena?

Un día decidí con cierta pena que se acababa, porque no me compensaba. Las burlas y humillaciones me afectaban demasiado. Y no era por referirse a mi físico o a mi persona, era por la falta de humanidad generalizada. Me dolía vivir en esa sociedad en la que hasta las propias mujeres me gritaban que me fuera a mi casa a fregar, en la que veía a madres y padres animando a sus hijos pequeños a atacar a sus contrincantes o peleándose entre ellos, me dolía que las vejaciones y amenazas les hicieran reír, o que los jugadores se sintieran con el derecho de gritarme barbaridades a un centímetro de mi cara por señalar un fuera de juego que hasta ellos mismos sabían que era acertado. 

En ese último partido (sin trascendencia ninguna) nos tuvieron que sentar en el banquillo para protegernos las espaldas, y los pocos responsables del equipo local hicieron una barrera humana delante de nosotros para evitar que nos agredieran. Solamente pudimos salir escoltados por la policía. Ahí dije ¡basta!, a mí no me merecía más la pena. Lo dejé y, tristemente, también fui perdiendo el gusto por el fútbol, en general.      

 

AROH