Hacer planes sola no es de locas amargadas

 

Siendo la pequeña de 4 hermanos y viviendo en una casa de no más de 91 metros cuadrados, podrás hacerte una idea de la falta de intimidad que he sufrido desde siempre. Mis hermanos descolgaban el teléfono cuando hablaba con amigas, abrían la puerta del baño sin llamar y, si el aburrimiento después de haberse pasado algún videojuego ultraviolento era descomunal, buscaban en mis cajones alguna carta de amor adolescente que pudieran utilizar para chantajearme. Entenderás por qué, desde bien pequeña, la palabra soledad me sonaba a música celestial.

Cuando me mudé a Madrid para estudiar y pude por fin disfrutar de las mieles de tener una habitación para mí sola, lo de pasar tiempo con una misma no era la opción más apetecible. Fiestas, conversaciones de madrugada, cagar con la puerta abierta para seguir opinando desde el retrete… Durante esos años de disfrute frenético, la libertad había que compartirla. 

Fue después de esa etapa de sociabilidad casi enfermiza cuando llegué a Londres. Sortear borrachos, aprenderme líneas de metro, cocinar sin tomate frito, vivir con una israelí psicópata que me grababa mientras me hacía el desayuno… en poco tiempo, me convertí en una londinense amargada más. 

Y entonces, queridas amigas, me reencontré con el placer de hacer planes sola. Me ratifiqué en esa verdad que poca gente admite pero que todos sabemos: es mejor ir al cine sola que quedar para beber pintas con un idiota que se ha aprendido el vocabulario justo para pasar el día y una colombiana que presume de pagarse los bolsos con la droga. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tenía gastar energía en conocer a personas de las que, a los pocos meses, solo me quedarían las actualizaciones de sus muros de Facebook?

Cada día, después de clase, me sentaba a almorzar en un banco de cualquier parque cercano y caía en la cuenta de que esa era la vida que quería. Entraba a librerías sola, tomaba el té sola, visitaba museos sola, iba a conciertos sola. ¡Hasta comía sola en restaurantes! Y, ¿sabes qué? En esa ciudad húmeda y cabrona, nadie me miraba mal. 

Hace ya unos años de eso y ahora, de vuelta en una capital de provincia que tiene más de provincia que de capital, encuentro que hacer planes sola es para los demás la prueba irrefutable de que estás deprimida, tienes problemas de salud mental o guardas una pistola cargada en el bolso.

En un mundo en el que todo tiene que mostrarse, ser capaz de disfrutar de una misma es un privilegio al que me niego a renunciar. Aquellas tardes en los parques de Londres y las mañanas de domingo en las que me tomo un café en cualquier bareto de barrio me han regalado autoconocimiento y, sobre todo, me han ayudado a saber qué quiero. Me han permitido disfrutar mucho más de los momentos en compañía. Entender que el tiempo es demasiado valioso como para regalárselo a quien no lo merece y que estar con nosotras mismas es un planazo.

Aprendamos a hacerlo, y estar con los demás será mucho más gozoso. Eso sí, una botella de vino, mejor entre dos. Lo digo por experiencia.  

 

Berta G.