El gimnasio siempre había sido para mí un lugar infernal, un espacio sudoroso y maloliente donde las máquinas parecían torturadoras medievales y los espejos, jueces crueles que te recordaban cada imperfección. Pero, a pesar de lo malo y desagradable que era el gimnasio, sentía una necesidad abrumadora de hacer ejercicio.
Nunca he sido de deportes así que estaba un poco perdida en el asunto. La cercanía del nuevo gimnasio y el descuento por ser vecina fueron razones suficientes para vencer mi apatía.
Mi experiencia en el gimnasio era una lucha constante. El gimnasio se presentaba ante mí como un paisaje desolador. Había cintas de correr que te llevaban al límite y mecanismos con pesas que parecían diseñadas para reducirte a un amasijo de músculos doloridos.
Me peleaba con las máquinas a menudo y las clases dirigidas eran para mi un baile imposible de seguir. Cada visita se sentía como una batalla perdida antes de comenzar.
Un día, sin ganas como de costumbre y más triste de lo habitual, me armé de valor y me dirigí, arrastrando los pies como si fueran de plomo.
Sabía que debía enfrentar ese lugar, aunque mi alma se resistiera con todas sus fuerzas.
Comencé mi rutina con la misma energía que una tortuga en un día de calor intenso. Me peleé con las máquinas, tropecé con las pesas y sentí que mi coordinación se había retirado indefinidamente.
Mientras luchaba con una máquina de pesas que parecía empeñada en vencerme, ocurrió algo inesperado.
Me desequilibré y caí al suelo, como un muñeco de trapo en un tornado. La vergüenza se apoderó de mí mientras me preguntaba si podía simplemente esconderme bajo una colchoneta de yoga y nunca más volver a salir. Me quedé al suelo un momento.
Fue entonces cuando un espontáneo vino en mi ayuda. Era uno de esos musculitos que se pasan más tiempo mirándose en el espejo que haciendo ejercicio. Pero en ese momento, su apariencia no importaba en absoluto.
Me ayudó de manera sincera, sin una pizca de burla en su mirada.
Me levantó del suelo como si fuera de cristal y me aseguró que todos tenían días malos en el gimnasio. Su gesto amable me tomó por sorpresa, y agradecí su ayuda más de lo que las palabras podían expresar.
Por suerte estaba bien. De los nervios me dio la risa. Que estupidez de risa y que bochorno. Allí estaba yo sudada y partiéndome de risa. Despeinada y roja como un tomate le agradecí su ayuda. Casi no podía hablar entre la risa y la vergüenza. El sonreía amablemente hasta que acabó riendo también.
Me reí de mi torpeza y compartimos historias sobre nuestras luchas en el mundo del deporte. Bueno, mis luchas y sus proezas, ya que el tema fitness lo llevaba por bandera.
Aunque el gimnasio seguía siendo un lugar aburrido y sudoroso, la presencia de mi inesperado amigo musculoso lo convertía en un lugar mucho más soportable.
Hablábamos a menudo que lo bonito era darle caña al cuerpo. Coincidíamos que era saludable y en mi caso, no me importaba nada si no nos volvíamos los más fuertes o los más rápidos del gimnasio.
Lo importante era moverse. Y eso es lo que iba a hacer. Sin más pretensiones.
Aprendí que, a veces hay movimiento y conexiones humanas bonitas, incluso en los lugares menos prometedores.
AnnaKonda