Las vacaciones son una oportunidad para desconectar, relajarse y disfrutar de momentos de paz. Menos cuando tienes hijos…
Irte de vacaciones con tus hijos es una extensión de tu rutina diaria, pero en un entorno diferente. Cambias de lugar, pero no cambian tus tareas. Tienes que seguir ocupándote de tus hijos y no tendrás tiempo para ti. Así que, lo siento, pero una vacaciones con niños, no son vacaciones.
La logística de las vacaciones también cambia drásticamente cuando tienes hijos. Ya desde el momento en el que te pones a hacer maletas, te das cuenta de que tu vida ha cambiado para siempre. Antes, preparar tu maleta era sencillo: unos cuantos trajes de baño, ropa cómoda y algún modelito para salir por la noche a tomar algo. Ahora, no haces una maleta, haces varias maletas, un bolso lleno de medicinas por si acaso, otro lleno de zapatos y una cantidad absurda de ropa de repuesto porque los niños son imprevisibles, no sabes si vas a tener que cambiarlos dos veces al día o siete.
Si viajas, además, con un bebé, la cosa se complica porque tienes que llevarte el carrito, la cuna de viaje, la trona portátil, la bañera plegable y un montón más de cacharros que ocupan bastante espacio.
Desde que me convertí en mamá, empecé a valorar más el maletero de tu coche. Y si te tienes que comprar uno nuevo, lo primero que vas a buscar es que tenga un maletero grande, porque cuando viajas con niños, no vas ligero de equipaje.
Antes de ser madre, me encantaba ir a la playa. Me bajaba con mi crema solar, mi pareo y mi toalla y a pasar el día tostándome al sol. Aprovechaba también para leer un buen libro o pasar un rato distraída con una revista. Yo era de esas que sólo compraban la Cuore en verano para leerla tirada en la toalla. No soy muy de bañarme, si acaso me metía en el agua para refrescarme y otra vez a la toalla.
Pues ahora que tengo hijos, bajo a la playa cargada con mil cosas: la sombrilla, los cubos y las palas, colchoneta, el chaleco de natación, las toallas, comida, cremas, ropa de cambio… parece que me voy de viaje una semana en vez de a pasar un día de playa.
Desde el momento en que llegamos a la playa, mis hijos no paran de correr hacia el agua. Yo, que odio el agua y prefiero quedarme en la toalla tomando el sol, me veo obligada a pasar la mayor parte del tiempo metida en el mar, vigilando que no se alejen demasiado de la orilla, o peor aún, me toca estar metida jugando con ellos en la colchoneta.
Es increíble lo rápido que los niños pueden moverse y lo poco que se preocupan por los peligros del mar.
Mis hijos tienen una energía que parece ser infinita. Solo se sientan bajo la sombrilla cuando les saco el aperitivo, y se lo comen super rápido para coger fuerzas y volver al agua.
Y si después de una mañana de playa, ya agotadora, te apetece comer fuera, no esperes que vaya a ser una experiencia tranquila. Llegar al restaurante y conseguir que estén sentados en la silla el rato que dure la comida, es todo un reto. A la hora de elegir el menú, tengo dos opciones: pelearme con ellos para que coman algo sano o pedirles un filete de pollo con patatas fritas y que nos dejen a su padre y a mí tranquilos. Pasar un ratito sin lloros, sin protestas, sin “eso no me gusta”. Hasta que se terminan la comida, entonces empieza el “mamá, ¿me puedo levantar ya?”.
La mayoría de los días, preferimos comer en el apartamento y que se echen la siesta, pero algún día que otro te apetece comer fuera. Y luego te arrepientes de tu decisión cuando sales del restaurante para volver a la playa y te dan el día porque están cansados y tienen sueño.
Salir a tomar algo por la noche es todo un despilfarro. Te sientas en una terraza, te hacen pedirles un zumo de naranja, que pagas a precio de oro, para que se lo beban de un trago y se quieran ir a corretear por el paseo marítimo.
Y la hora de dormir es un tonto el último. El apartamento que has alquilado solo tenía una habitación con cama de matrimonio y un sofá cama en el salón. Pues acabaréis durmiendo todos en la cama porque se negarán a dormir solos en el salón. Y si os han dejado alguna cama plegable, no serán los niños los que duerman en ella…
A todo esto hay que añadir las pelas constantes entre hermanos, que en vacaciones se multiplican porque en casa cada uno tiene su espacio, pero ahora estamos todos juntos y revueltos.
En definitiva, unas idílicas vacaciones en familia en la playa serán de todo menos tranquilas. Volverás con la espalda destrozada de mal dormir y más cansada que nunca. Si tienes hijos, olvídate, las vacaciones ya no son para descansar.