No estoy descubriendo nada nuevo cuando afirmo que el cáncer es una maldita pesadilla. Por desgracia en el mundo pocos se libran de vivir de cerca todo lo que entraña esa enfermedad. La lucha que uno mismo debe proponerse con su propio cuerpo, y sobre todo lo importante que es sentirse apoyado en esos momentos.
Claro que aunque lo vemos casi a diario, nunca nos esperamos que esa bomba de relojería pueda caernos cerca. En mi caso lo hizo desgarrando a nuestra familia en forma de un tumor maligno en el útero de mi madre. Una mujer joven, que tras toda una vida trabajando al fin era capaz de disfrutar de su propio tiempo. Un jarro de agua helada que ni ella ni nosotros mismos podíamos ni imaginar.
Recuerdo a mi madre aquel verano. Yo me había ido fuera a pasar unos meses al otro lado del país y ella me llamaba a diario normalmente para decirme que sus dolores no remitían. Haciendo memoria tiempo después fui consciente de que en casi 60 días mi madre se había pasado más de la mitad tumbada en la cama, aquejada de un dolor menstrual insoportable que los médicos achacaban a la menopausia. Ella confiaba absolutamente en lo que su ginecólogo le decía, yo misma la había acompañado a alguna ecografía y allí todos opinaban igual: había un mioma, sí, pero sin mayores complicaciones, nada peligroso. Dejarían pasar el verano para que ella misma valorase si quería o no entrar a quirófano para una histerectomía.
A finales del mes de agosto las cosas se pusieron peor. El dolor iba a más, los sangrados también, y todos en casa la apoyamos para que diese el paso. Al fin y al cabo tras la operación todo sería mucho más fácil para ella. Regresé a casa y la acompañé a cada una de las pruebas preoperatorias. Nunca olvidaré la mirada de una de las ginecólogas que le realizó una última ecografía días antes de la operación. La miró a los ojos y muy seria le dijo: ‘No comprendo qué haces con ese mioma ahí, esto te lo tenían que haber extirpado hace meses, no es ninguna broma‘.
Por supuesto que no lo era. Una cirugía que apenas supera la hora y media se dilató hasta bien alcanzadas las cuatro horas. En la sala de espera todos esperábamos nerviosos, al principio bromeando para quitarle hierro al asunto, pero después buscando desesperados noticias sobre lo que estaba ocurriendo allí dentro. Tener amigos cerca vale de mucho en ocasiones así, un par de enfermeras pudieron entrar para luego decirnos que todo iba bien, que terminarían rápido. Casi a mediodía uno de los cirujanos salió para llamar a mi padre, que lo acompañó junto con mi tío para recibir información.
Salieron descolocados, mi tío hundido y mi padre demostrando que la fuerza que le ha dado la vida le había valido para algo. Con una entereza inmensa nos dio a todos la noticia: aquel mioma había mutado y se había convertido en un tumor maligno de gran tamaño. Cáncer, y mucho por hacer a partir de ese momento.
Desde aquel día la vida dio una especie de giro para el que en mi familia nadie estaba preparado. Mi madre nos enseñó desde el minuto cero lo aferradísima que estaba a la vida. Llevó sus primeras sesiones de quimioterapia y braquiterapia como una leona. Al volver a casa se tumbaba y solo a veces decía aquello de que ‘hoy no me ha sentado tan bien’. Empezó a bajar de peso, dejó de ser la gorda de la familia para casi regresar a esos kilos que pesaba en sus ‘tiempos mozos’.
Ella, lejos de preocuparse por el qué dirán, paseaba su enfermedad con una dignidad total. Perdió el pelo, adelgazó no sabemos ni cuántos kilos de golpe… Pero siempre estaba preciosa. Se compró una peluca, se la ponía solo a veces creo que en esos momentos en los que los bajones silenciosos la atacaban.
Fueron meses en los que en casa todo tomó otro cariz. Mi hermana organizó el bodorrio de su vida, mi madre se volcó por completo en hacer de aquella fiesta algo inolvidable para todos. Viajamos juntos a Buenos Aires (Argentina) y mis padres se olvidaron de todo durante algunos días. El colofón final fue un baile espectacular durante el que todos aplaudimos y silbamos orgullosos. Vi a unos padres que jamás había conocido, que de repente querían disfrutar de la vida más allá de ser esclavos de su trabajo y sus responsabilidades. Mi madre estaba enferma, sí, pero tenía todavía mucho jugo que sacarle a este mundo.
Por desgracia no todo fueron batallas vencidas. Las derrotas se repitieron en multitud de ocasiones. En forma de cirugías que no se podían llevar a cabo, o a través de valores tumorales que no conseguían disminuir. Aun así en mi madre siempre se leía un mensaje que decía ‘no tiro la toalla jamás’.
Medio año después de nuestro viaje al otro lado del mundo, mi hermana le dio la noticia de que sería abuela. Una de cal y otra de arena. Los médicos no dejaban de repetir que las buenas noticias y la esperanza hacen mucho contra esta enfermedad, no podemos estar más de acuerdo. Para mi madre pensar en la llegada de su primera nieta fue como esa dosis de gasolina que necesitaba para superar una batería de malas noticias.
Ella y mi padre lucharon todo lo que pudieron, removieron Roma con Santiago y al fin consiguieron que un médico de Madrid estudiase su caso para así regalarle al menos un año más de vida. Joder, nunca olvidaré aquella mañana de domingo. Mi madre se asomaba en silencio a su ventana y miraba pensativa al infinito. Pude interpretar una especie de despedida, me acerqué y le dije que ni se le pasara por la cabeza. Pocos minutos después mis padres ponían rumbo al Hospital Gregorio Marañón para una cirugía experimental en la que mi madre pondría toda su vida en manos de aquella eminencia de la medicina.
En casa vivimos la mañana de la operación atadas al teléfono. 500 kilómetros de distancia nos separaban de nuestros padres, los médicos habían sido claros, las cosas podían salir muy bien pero también muy muy mal. A pesar de todo, ¿sabéis? Algo en mí me hizo confiar tanto en la fuerza y en las ganas de vivir de mi madre que en ningún momento dudé del éxito de aquella operación. Decenas de estudiantes de medicina vieron en directo cómo aquel doctor le ofrecía a mi madre otra oportunidad para vivir. Varias horas después los teléfonos sonaron, todo había salido según lo planeado, unas semanas después tocaría regresar a casa.
Mi padre apodó a aquel hombre como el ‘Doctor Milagro‘. Yo nunca llegué a conocerlo en persona, pero puedo corroborar las palabras de mi padre. A mamá la habían desahuciado en nuestro hospital local por falta de medios, pero aquel señor la salvó con sus propias manos. Qué importante es la divulgación científica, cuánto bien hacen las inversiones en medicina y en estudios contra enfermedades tan mortales como el cáncer.
Dos años fueron los que esa cirugía le dieron a mi madre. Aproximadamente 730 días en los que pudo ver nacer a su nieta, viajó como nunca antes, salió, entró, bailó, bebió, fumó, lloró, nos abrazó, rió, cantó… En aquella casa nunca se sabía cuál era el plan hasta que llegaba el día. No es que de pronto todo fuese anárquico o descontrolado, sino que sin previo aviso, mis padres habían decidido vivir la vida.
Se les veía felices y, sobre todo, libres. Creo que en el fondo todos allí sabíamos lo que había. Según pasaban los meses mi madre sufrían síntomas que le producían nuevos dolores aquí o allá. Las sesiones de quimio pasaban una tras otra, dando lugar a tratamientos experimentales con pastillas totalmente desconocidas. Aunque algunas ya éramos independientes, en casa el ambiente continuaba siendo de esperanza. Era como si todos supiéramos lo que había pero nadie quisiera decirlo. Los meses se sucedían y el cuerpo de mi madre se veía mucho más débil a pesar de su sentimiento positivo.
Acabábamos de entrar en el verano de 2012. Los días de calor se repetían. Mis padres llevaban ya algunos meses sin viajar, conformándose con algunas visitas a la playa o a la casa del pueblo. Yo llevaba unas semanas fuera cuando recibí la llamada de mi padre. Era mejor que volviese a casa cuanto antes. No hubo más que decir, al día siguiente estaba cruzando Europa para abrazar una vez más a mi madre esa misma madrugada.
Apenas pasaron 15 días. Cada mañana un médico de paliativos visitaba a mi madre en casa, aunque ya casi no podía hablar por el daño que la sonda nasogástrica le había hecho, siempre estaba dispuesta a sonreír o a invitar a quien fuera a comer o pasar el día en el jardín de casa. Era como si ella misma no quisiera nunca el silencio entre aquellas paredes. Quizás por eso esperó a una tarde de sábado en la que todos juntos nos reuníamos allí para descansar para siempre.
Respiró una última vez y nosotros pudimos abrazarnos en la intimidad que aquel hogar nos había dado durante tanto tiempo. Lloramos pero también agradecimos lo muchísimo que ella, en 55 años, nos había ofrecido a todos. Su cariño, sus ganas de unirnos a todos, sus risas, sus cabreos fugaces, su todo.
Una muerte jamás se supera, ni que decir tiene cuando hablamos de la marcha de una mujer con el espíritu más joven que he conocido. Pocos días antes de su marcha, tras un par de discusiones sobre mi poca mañana para colocar unos cojines, se acercó a mí y me regaló uno de sus collares preferidos. Me eché a llorar pensando en lo que aquello significaba, pero ella, con ese pequeño hilo de voz que entonces le quedaba me miró y añadió: ‘No seas idiota, ¿crees que me voy a morir y me estoy despidiendo? ¡Anda ya!‘
Claro que no, porque las personas, mientras se mantienen en nuestros recuerdos, son inmortales.