La mariquita en las bragas

De todas las cosas surrealistas que me ha pasado en la vida, esta es de las más curiosas sin duda.

Ocurrió en mi época de estudiante universitaria en plena primavera. Mis amigas y yo, al igual que media facultad, teníamos por costumbre quedar para echar un rato en el césped con la llegada del buen tiempo. Yo, que soy de naturaleza previsora, solía poner un foulard o algo parecido a modo de manta para sentarme, principalmente por dos motivos: para no mojarme el culo y por los bichos. Me explico.

Lo de no mojarme creo que no hace falta que lo explique. Además, odio que se me quede un cerco verde en los vaqueros. Pero lo de los bichos igual suena a paranoica. Desde pequeña, mi madre siempre ha sido muy escrupulosa ―con la limpieza y en general― y cuando iba a jugar al parque le obsesionaba que no plantara las bragas en cualquier sitio, no se fuera a colar un bicho (hablamos de si llevaba falda en verano, no es que fuera una exhibicionista). Y como de tal palo, tal astilla, pues eso, de mayor cogí la costumbre de sentarme sobre algo y no plantar mi culo sobre el césped directamente siempre que lo pudiera evitar.

bragas

Habiéndoos puesto ya en contexto, continúo con mi historia. Aquel día, cuando salimos de clase, nos fuimos a la cafetería a comprar unos refrescos y algo de picoteo y nos sentamos en el césped. Pasamos allí gran parte de la tarde, riendo y pasándolo en grande con nuestras paridas. Por supuesto, yo traía algo en lo que parapetar mi culo para evitar cercos innecesarios en el vaquero. Con la caída de la tarde, recogimos nuestros bártulos y no fuimos para casa. A todo esto, he de decir que soy la típica que siempre se hace pis y, para sorpresa de todas, aquella vez no fui al baño ni una sola vez. Por eso, cuando llegué a casa, estaba que iba a reventar y fui flechada al váter.

Estaba yo sentadita en la taza, con la vejiga relajada por fin, cuando me da por mirarme las bragas y no doy crédito a lo que estoy viendo. No controlo mucho la anatomía de una braga, pero para que me entendáis, en la parte en la que plantas el chocho, justo ahí, había una mariquita. Sí, queridas. A pesar de los vaqueros con cinturón, el foulard en el césped, etc. aquell bichejo había sorteado todos esos obstáculos para colarse en mis bragas. ¡Inaudito! No solo mi mayor temor se había hecho realidad: el de mi madre también.

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Mi primera reacción fue no tener ninguna reacción. Porque me dio tanto asco y tanta curiosidad el averiguar qué coño había pasado que no sabía si deshacerme del bicho primero o mirarme el chocho a ver si tenía más. La mera idea de plantearme esto último me horrorizaba, así que me levanté de un saltó y, del movimiento, la mariquita echó a volar. Yo chillé porque ahora temía que se me colara en cualquier orificio, como si la pobre mariquita no tuviera otra cosa mejor que hacer. Por todos es sabido que las mariquitas abundan en el césped, en las flores y en los coños, claro que sí.

En mitad de mi ataque de paniquito atiné a abrir la ventana y el pobre bicho fue lo bastante inteligente como para salir volando. Mi conocimiento sobre la anatomía de las mariquitas es inferior al que tengo sobre la de las bragas. Así que ni siquiera sé si tienen capacidad auditiva, pero de ser así, me debía estar odiando en esos momentos.

Cuando me recuperé del sustillo, cogí un espejo de mano para asegurarme de que no había sufrido ninguna perturbación chochil. Obviamente no, pero lo que más me sorprende de la historia es que, con lo delicada que soy yo que en seguida me molesta una etiqueta o algo así, no notara cómo se coló ni ningún tipo de movimiento en mis bragas. Casi que prefiero no pensarlo o me temo que me empezará a picar y tendré que ir de nuevo a por el espejo de mano.

 

Ele Mandarina