Si alguien me hubiese planteado el hablar de este asunto hace unos cinco años me hubiera muerto de la risa. Nunca fui un hombre familiar, he ido a mi bola toda mi vida, vamos, como para ponerme yo a pensar en tener niños de mi propia sangre.

También es verdad que en este asunto la presión siempre la soléis tener vosotras. Es como si el hecho de ser hombres nos permitiese elegir si queremos ser padres o no, y en el caso de rechazarlo no se nos juzga como a las mujeres. Debe ser ese chip machista que todavía continúa instalado en muchas cabezas pensantes y ya va siendo hora de desconectarlo, peña.

A lo que iba, que me voy del tema. Yo no quería hijos. Ni niños ni niñas. Quería mi libertad, mi vida de treintañero que entra y sale cuando le da la gana, que se encariña con unas y con otras… Estaba en una etapa vital que era una puta fantasía. Me iba bien en el curro, viajaba siempre que podía, tenía un piso para mí solito en una zona cojonuda y entonces, me enamoré.

Así, sin previo aviso y sin preliminares, caí prendido de aquella mujer que casi podría ser una diosa. Sin esperarlo para nada, que es como molan en realidad las cosas. Ángela y yo coincidimos en una fiesta de cumpleaños y desde aquella noche del mes de abril no pude separarme de ella.

El bala perdida atrapado por el hechizo poderoso de una mujer que me volvía loco en cada movimiento, en cada palabra. Cuando crees que te las sabes todas, conoces a un ser de luz que llega para demostrarte que hay mucho más y te lo estabas perdiendo. Esa era Ángela (y, vaya, lo sigue siendo).

Y caí en sus brazos y como estaba tremendamente cómodo me quedé para siempre. Lo nuestro empezó rápido y continuó a una velocidad de crucero que ni yo mismo podía creer. Varias citas, mucho sexo, cenas en las que le prometí un menú de infarto y en las que casi la mato por intoxicación… Aún así Ángela continuaba a mi lado, cada vez más y más enganchados, así que antes de que terminase el verano la invité a quedarse a dormir por enésima vez pero para que no se fuera nunca más.

Mis colegas me tacharon de chalao, en mi casa mi madre me miró la fiebre cuarenta veces. Lo que os digo, nadie podía creerse que alguien como yo quisiese atarse como lo estábamos haciendo. Decían que qué sería la noche madrileña sin mí, que un buen puñadito de mujeres llorarían mi falta… Exageraciones, sí, pero de esas que te hacen plantearte muchas cosas.

Pero como con Ángela todo era diferente, cerré los ojos y me dejé llevar. Mi pisito de soltero era ahora una casa para dos moderna y bonita. Ya no había caos, olía a flores frescas que mi gran amor compraba casi a diario… Joder, y era feliz como nunca antes.

En una de aquellas cenas que mi chica y yo preparábamos a la par mientras nos bajábamos una botella de buen vino, surgió la pregunta del millón. Íbamos a hacer casi cinco meses viviendo bajo el mismo techo y Ángela me preguntó directa y sin medias tintas qué opinaba de la paternidad.

Bebí un gran sorbo de vino, después otro, me bajé la copa sin poder contestar. Y leí en su mirada un ápice de tristeza que empezó a preocuparme. Le conté que jamás me lo había planteado, hice memoria y no recordaba haber tenido en brazos a un bebé en mi vida. Realmente no sabía si me gustaban los niños, nuestra relación había sido nula en mis 35 años en el mundo.

A los dos nos dio un ataque de risa y zanjamos la conversación ahí, como dejándola un poco en el aire. A pesar de todo, yo continué dándole vueltas a todo aquello durante varias noches. Me metía en la cama y pensaba una y otra vez en bebés, me imaginaba acunando a una pequeña personita, o cómo olería un bebé. Pensaba en su cara, en una rara mezcla entre Ángela y yo… y entonces pedía por lo más sagrado que no tuviera mi jeto, eso no, el de ella mejor.

Cuando ya estaba a punto de volverme loco por tanto madurar aquello, la idea simplemente fue adelante. Una noche de pasión de esas en las que una cosa lleva a la otra, cuando era el momento de ponerme el preservativo, no lo hice. Ángela me miró un segundo en medio de aquel polvo, yo la miré cómplice, y nos dejamos llevar.

Fue como un trato no hablado pero sí entendido. Íbamos a por todas, o al menos a lo que quisiera ser. Y yo iba de sobradito pero desde aquella primera vez sin barreras, decidí informarme sobre las probabilidades de embarazo en cada intento. No por miedo, que era lo mejor de todo, sino porque de pronto tenía unas ganas locas de que mi chica me dijera que tenía una falta.

Así que pasé de ser un alma libre y salvaje a enamorarme, y por si aquello fuera poco, a ansiar una bebé en mi vida más que el respirar. A Ángela la veía como siempre, tranquila, organizando su día a día como de costumbre. Pasaban los días y miraba su barriga como si me fuera a decir algo. Ella sonreía y con toda la paciencia del mundo me decía que tocaba esperar un poco más.

Yo por si acaso la acechaba día sí día también. Me metía con ella en la ducha, le proponía un masaje en los hombros para terminarlo con final feliz o directamente le preguntaba si le apetecía un poco de mambo. Nos dejábamos querer y aumentamos exponencialmente las probabilidades de embarazo. Bueno, de hecho las aumentamos de tal manera que al segundo mes, llegó el gran día.

Y mirad que yo estaba ojo avizor constantemente, pero aquella mañana me pilló por sorpresa. Un domingo, había salido con unos amigos la noche anterior y yo estaba reventado. Me desperté con un beso de Ángela y un señor predictor a mi lado. Tardé unos segundos en asimilar la escena, pero en seguida interpreté que aquella dos rayitas rojas no podían ser mala señal. ¡Se venía la fiesta!

La fiesta, y las 40 semanas más largas de mi existencia. Fue como entrar en un mundo para el que nadie te ha preparado. Escuchas a los médicos hablar de cosas rarísimas, tú estás ahí sentado asintiendo por no parecer gilipollas. Pero es que no había consulta de la que no saliera con la imperiosa necesidad de utilizar a Ángela como mi wikipedia personal del embarazo.

Ella estaba genial, preciosa con su barriga cada vez más grande. Escuchaba al ginecólogo y a la matrona sonriente y después siempre les hacía alguna pregunta de esas en las que yo pensaba ‘coño, eso es importante, ni se me hubiera ocurrido‘. No me molaba ni un poquito el verme tan atrasado o desinformado, pero al final mi chica lo arreglaba diciéndome que lo importante era que todo estaba bien.

Casi a la mitad de aquel camino una ginecóloga más seria y seca que el palo de una escoba nos dijo que nuestro bebé era una niña. Intenté no llorar delante de aquella señora de apellido siesa, pero no fui capaz. Mientras continuaba dándole anotaciones de la ecografía a Ángela, yo empecé a sollozar como un niño pequeño. Lejos de reírse, la doctora me miró medio enfadada por encima de sus gafas y me pidió que dejara de hacer ruido. Real, tuve que levantarme y salir de la sala. Si es que no se puede ser más triste.

Recuerdo a Ángela saliendo unos minutos después, meándose de risa por la que acababa de liar. También es verdad que me prometió que me quería por escenitas como aquellas. Donde yo veía a un pringao llorón, ella veía a un hombre dulce y lleno de sentimientos. Si es que cómo no la voy a querer…

Así que tocaba prepararnos para la llegada de Uxía (que para las que no lo sepáis, es Eugenia en gallego). Adoré aquel nombre desde que Ángela lo propuso como un detalle cariñoso hacia sus raíces gallegas. Uxía, solo podía ser el nombre de una chica especial y fuerte. Si Ángela había sido hasta entonces mi mujer en el mundo, Uxía fue desde aquel momento mi persona favorita en la Tierra.

Pasaban las semanas y yo veía a mi chica cada vez más agotada. Ella seguía en su línea de cumplir con su trabajo, ir al gimnasio casi a diario y a todo aquello se sumaban también las clases de preparación al parto. Que menuda experiencia, colegas. Tuvimos la gran suerte de que la matrona que nos daba las clases tenía una forma digamos peculiar de interpretar lo que era el momento del parto.

Apenas conocía yo a aquella señora, pero en la segunda clase decidió elegirme a mí (A MÍ) como conejillo de indias. La mujer dijo muy llena de razón que ya era hora de que los hombres fuésemos conscientes de lo que era parir así que me pidió que me tumbase en una cama delante de toda la clase y que apoyase mis piernas en los estribos. Creo que Ángela se meó varias veces aquel día, y no la culpo.

Un poco como Ross Geller, aunque lo suyo fue voluntario.

No contenta con tenerme allí, de piernas abiertas mientras explicaba un millón de cosas, después vio necesario el presionar mi tripa con la fuerza del mismísimo Hulk no sé muy bien para qué. Ella solo decía ‘y entonces más, y otra vez, y otra vez‘. Yo me retorcía e intentaba pedirle que lo dejase, porque es que además de dolor también me hacía cosquillas.

Bueno, dejémoslo en que la actividad cesó cuando yo me tiré un pedo que no pude frenar porque tenía las piernas abiertas. Y claro, Ángela volvió a mearse.

Seguramente me apodaron el pedorro, pero yo no cesé en mi empeño por llegar con la lección aprendida al día del parto. Me daba un miedo horrible. Había visto vídeos y fotos en un millón de webs y todo se me hacía muy cuesta arriba. Solo de imaginar a la buena de Ángela allí, experimentando el dolor más intenso del mundo, se me revolvía el estómago.

Le preguntaba a ella, me decía que estaba tranquila y preparada. De hecho un día me dijo muy segura que estaba hasta los huevos de estar embarazada y que quería parir cuanto antes. ¿Pero qué persona en su sano juicio desea con todas sus fuerzas pasar por un parto? Entonces no lo entendía, pero después pude comprenderlo todo.

Era la noche de Reyes. Ángela y yo habíamos ido a cenar a casa de unos amigos y la pobre llevaba todo el día diciendo que no podía estar más incómoda. Ya en el coche de vuelta a casa me había comentado que notaba contracciones. Quise poner rumbo al hospital pero ella me miró con tal cara de desaprobación que tiré directo a nuestro garaje. Hacía un frío del carajo, así que según entramos en casa me plantifiqué el pijama y me metí debajo del nórdico a lo oso ivernando.

La escuchaba en el baño, tiraba de la cisterna una y otra vez, después escuché la ducha. Tardaba demasiado. Al final decidí levantarme para ver si todo iba bien. Cuando entré en el baño pegué un patinazo importante. El suelo estaba algo mojado, Ángela en la ducha y toda su ropa extrañamente esparcida por el suelo.

Sus tres palabras casi me matan del susto: ‘He roto aguas‘. De repente no tenía ni idea de qué hacer, de si mi hija iba a nacer en aquella ducha o si debía llamar a alguien. No me acordaba de nada de lo que nos habían contado en las clases, ¡era como estar en el peor de los exámenes! ¿Pero qué hacía ella tan tranquila en la ducha?

La vi salir y yo todavía no había reaccionado. La miré pidiéndole instrucciones y con sonrisa nerviosa me pidió que me vistiera, pero con calma. Sí, calma era lo que necesitábamos, sin lugar a dudas.

Creo que nunca he estado tan atacado, y ya no por lo que estaba a punto de pasar, sino por la ansiedad que me producía verla a ella tan serena. Yo no hacía más que preguntarle si era normal todo, que si sentía algo raro, si le dolía algo… Claro que llegó ya un punto que su respuesta fue mirarme y mandarme a comprar huevos. Captada la indirecta decidí dedicarme a respirar y cumplir órdenes.

Fue como algo matemático porque según volvimos a montarnos en el coche Ángela empezó a quejarse más y más por las contracciones. Joder, yo acariciaba su mano nervioso, intentando hacer algo por ella. Me estaba matando verla tan descolocada. Ella me pedía que condujese tranquilo, pero el corazón me iba a mil por hora.

Llevaba el conteo de las contracciones en el teléfono y aquello no tenía ya vuelta atrás. Y yo que no conseguía llegar, es que me veía atendiendo el parto en la calle, en el coche. Pleno enero pero yo sudaba a chorros, ella haciendo respiraciones y gimiendo en cada nueva contracción. Cuando se le pasaban volvía a sonreír, ¡menuda locura, menuda locura!

Uxía no tardó ni una hora en llegar. Entramos en el hospital como pudimos, parando cada dos pasos para que Ángela tomase aire una vez más. En la exploración ya le dijeron que podía empujar cuando quisiese. Ni epidural, ni ostias en vinagre, ahí, con dos ovarios. Creo que fueron los 40 minutos más intensos de mi vida. Por verla a ella como una jabata trayendo a su hija al mundo, por ver lo bien que se portó todo el personal a nuestro alrededor.

Lo único que yo podía hacer era acompañarla, estaba en un segundo plano del que no me quería mover. Y entonces, en el último empujón, Ángela tuvo la fuerza suficiente para pedirles a las matronas si podía yo sacar a la niña. Como todo había ido como la seda, no tardaron en animarme. Fue, de verdad, el regalo más grande que podía haberme hecho.

Llevaba un rato en silencio, agarrándole la mano sin querer molestar, y que justo en ese instante pidiese que yo tomase entre mis manos a nuestra hija por primera vez… madre mía, es que no hay palabras que lo expresen.

En ese último empujón el cuerpito de Uxía salió con fuerza, yo atendí a lo que me indicaron y con muchísimo miedo tomé a mi hija entre mis brazos para acercársela rápido a Ángela. Ahí, ya sí, lloramos los dos como locos. Nos besamos, la miré una vez más y le dije lo orgullosísimo que estaba de ella, por lo que había hecho ella sola, por lo fuerte que era. ‘Lo hemos hecho los dos‘ me respondía sin dejar de mirar a Uxía.

Mientras le hacían las pruebas a la pequeña salí un momento al pasillo para avisar a la gente del gran regalo de Reyes que acababa de llegar: ‘Amigos, me complace informaros de que el camándula ya es papá. Mamá y peque están bien. Ya somos una familia‘.

Mi vida cambió aquella noche de enero, y si yo pensaba que la aventura empezaba con un predictor, estaba la mar de equivocado. La auténtica Odisea llegó entonces, pero esa parte la dejaremos para otro día.

Fotografía de portada

 

Anónimo