«A ti lo que te hace falta es mandanga de la buena».
Con esa frase, mi hija de siete años me dejó el culo torcido. Es verdad que yo conocía aquella expresión y que había visto la serie donde la decían alguna vez, pero nunca delante de ella. Aquel día había regañado a mi pequeña por portarse mal y se ve que no le sentó bien, aunque nunca imaginé que me contestaría así.
Cuando se le pasó el enfado, le pregunté dónde había escuchado aquella expresión y me contestó que en la televisión, en una serie que veía con la novia de su padre. No me pareció un contenido adecuado para una niña, pero pensé que sería algo puntual, que quizás estaba jugando en su habitación y lo había escuchado por casualidad.
Unas semanas después, vino tras pasar el fin de semana con su padre muy callada. Notaba que quería preguntarme algo y no sabía cómo hacerlo. Después de darle muchas vueltas, se sentó frente a mí y me preguntó si a mí me habían obligado a ser mamá. Aquella pregunta era muy extraña y le dije que por qué pensaba eso. Entonces me contó que estaba viendo una serie, con la novia de su papá, que se llamaba “El cuento de la criada” y que era de unas mujeres a las que obligaban a ser mamás, aunque ellas no quisieran. Le pregunté si había visto solo un poco de la serie o si veía los capítulos enteros, y me aseguró que estaba viendo la serie completa, al mediodía, mientras descansaban en el sofá.
Yo no la había visto, pero lo que me contaba mi pequeña me preocupó un poco, así que cuando se acostó y llevada por la curiosidad, me puse un capítulo. Me quedé espantada. Nada, absolutamente nada en aquella serie era adecuado para una niña de siete años. No era capaz de comprender cómo se les había ocurrido dejar que viese aquello ni tampoco cómo su mente infantil procesaría toda aquella información.
Al día siguiente hablé con su padre y su respuesta fue totalmente alucinante. Me dijo con toda la tranquilidad del mundo que nuestra hija era una niña pequeña y que, aunque viese aquellas cosas, no las entendía. Que ellos veían las series que les gustaban en sus momentos de descanso, que estaban en su derecho y que ella no les hacía caso, que no pasaba nada.
Aquello era absolutamente surrealista. Por lo visto, se creían que la niña era un mueble y que no veía ni escuchaba. De esa manera tan irresponsable habían estado viendo series como Élite, Sky Rojo y otras tantas con escenas de drogas, sexo y violencia con ella sin plantearse siquiera cómo todo aquello podría afectarle.
Intenté explicarle que los niños se dan cuenta de todo, que quizás no detectan ciertas sutilezas o juegos de palabras, pero que no son inmunes a los contenidos explícitos. Que la inocencia infantil no es un antifaz ante la realidad y que todo aquel contenido le podía hacer mucho daño a nuestra hija. Sin embargo, él siguió en sus trece. Desde su perspectiva, los niños son seres que viven absortos en su mundo, ajenos a lo que pasa en su entorno. No quería darse cuenta de que ellos aprenden por imitación, que su desarrollo depende de lo que ven a su alrededor y que, aunque ella no tuviese conocimientos sobre las situaciones que veía en aquellas series, esos contenidos podían hacerle daño. No era consciente de que la inocencia infantil hay que protegerla. Si miramos a nuestro alrededor, es algo que cada vez se tiene menos en cuenta. Antes, los anuncios de ciertos productos solo salían en horario adulto, al igual que ciertas series con contenido delicado. Ahora, con la revolución de las plataformas de streaming, se puede ver cualquier cosa en cualquier momento y los anunciantes parecen haber olvidado que hay público infantil detrás de la pantalla. De esa forma, depende de nosotros, los padres, defender la inocencia de nuestros hijos y protegerlos de ciertos contenidos inadecuados para ellos.
Ser responsables y asumir que hay cosas que no deben oír ni ver, porque no las pueden comprender, de defender su niñez, siendo conscientes de su valor, para que puedan evolucionar como niños sanos y felices y eso debería estar por encima de todas las cosas.
Lulú Gala