No sé vosotras pero yo odio las visitas sorpresa que aparecen en cualquier momento sin haber avisado antes.

Por suerte, hoy en día mi marido y yo ya nos ponemos muy tajantes con ese asunto porque lo cierto es que hubo una época en que nos mostrábamos demasiado laxos y ambiguos.

Por ello, había ciertas personas de nuestro entorno que nos tomaban por el pito del sereno y hacían lo que les daba la gana con respecto a las visitas debido a nuestra manga ancha…

Tuvimos que acabar poniéndonos serios ya que, en principio, era sobre todo mi propio marido el que más levantaba la mano y al que más palo le daba marcar los límites necesarios para que estas cosas no sucediesen.

 

 

Y, lo que son las cosas, al final fue precisamente él el que acabó dejándolo claro después de pasar por la vergonzosa experiencia que os voy a contar:

Era fin de semana, exactamente sábado por la noche. En aquella época teníamos, entre nuestros otros contactos con los que hacíamos vida social y familiar, especialmente una pareja de amigos en concreto que gustaba de presentarse en casa sin previo aviso y llamar al timbre cuando a ellos les apetecía y consideraban.

Los pobres lo hacían con su mejor intención, eso sí, y de hecho estaban encantados de que les hicieran lo mismo a ellos (formas de ser diferentes, supongo).

Y a nosotros nos caían bastante bien y nos divertíamos mucho con ellos, así que solíamos aceptarles con agrado a pesar de que, en el fondo, nos resultara incómodo lo precipitado de esas visitas.

 

 

Esa noche, una vez más, volvió a ocurrir y se presentaron en casa llamando al timbre directamente.

Traían una botella de vino y unos postres y preguntaron si nos apetecía que pasasen un ratillo y cenar todos juntos pidiendo unas pizzas.

Yo me sentí obligada a decirles que entraran y a invitarles a tomar algo en lo que tardaba en consultarlo con mi marido, que justo esa tarde había quedado con unos compañeros de trabajo para tomar algo y no se encontraba en ese momento en casa pero tardaría poco tiempo en regresar.

Entonces, le llamé por teléfono discretamente mientras sacaba las copas de la cocina, pero no cogió mi llamada. Supuse que ya estaría conduciendo, de camino, así que decidí enviarle un Whatsapp después de insistir una segunda vez con el teléfono sin éxito.

 

 

Lamentablemente, luego me enteré de que, efectivamente, mis llamadas le pillaron de vuelta a casa pero llevaba tan alta la música dentro del coche que no se enteró en ningún momento de mis intentos de contacto.

No me agobié. Si no llegaba a ver mi mensaje a tiempo, ya se lo consultaríamos in situ, creyendo también que la propuesta le apetecería como solía ocurrir casi siempre.  Mientras fuera un plan casero, él solía estar dispuesto a pasar un buen rato con amigos a los que apreciaba.

A los pocos minutos, se oyó su llave abriendo la puerta. Todo fue tan rápido que no le dio tiempo ni a escuchar las voces desde el salón ni a mí me dio tiempo a pronunciar su nombre.

Y antes de que la puerta de la entrada se cerrase del todo tras él, empezaron a sonar unos pedos que ni en la peor de las tormentas. Os juro que aquello parecía la mejor mascletá de las Fallas.

 

 

Aquello era inaudito: la traca fue impresionante y sus fuegos artificiales duraron por lo menos diez segundos (que se cuentan rápido pero que yo viví como una eternidad).

Desde que entró y dio comienzo la tronada, mi marido avanzó a toda prisa por el pasillo gritando:

¡Que ya viene, que ya viene! ¡Que se sale el cagajón! y se fue corriendo directo al cuarto de baño.

Nuestros invitados, en el primer momento, se quedaron totalmente inexpresivos aunque se notaba la sonrisa interior que se esforzaban en disimular.

 

 

Yo me excusé brevemente conteniendo también mi propia carcajada y salí por el pasillo cerrando la puerta del salón para colocarme al otro lado de la puerta del baño y gritar a mi pareja en un susurro que teníamos visita.

Al otro lado, se hizo un silencio sepulcral, solo roto a los pocos segundos por su voz estupefacta “¿y por qué no me has dicho nada antes?”

Cuando ambos entramos de nuevo al salón, pillamos a nuestros amigos riendo abiertamente aunque detuvieron esas risas abruptamente nada más verlo entrar.

 

Tierra, trágame…

 

Fijaos que teníamos confianza con ellos pero la situación era tan tensa y había sido tan vergonzoso de tan escandaloso y exagerado que todos disimulamos y nadie mencionó lo ocurrido.

Luego, ya a solas, mi marido me contó que se había empezado a encontrar mal mientras tomaba algo con sus compañeros de trabajo y que había estado aguantando como un campeón hasta conseguir llegar a casa donde finalmente sentía que explotaba y que no llegaría al excusado.

Pero a partir de ese momento, como os he dicho inicialmente, él mismo fue el encargado de marcar unas reglas muy claras para las visitas y esa fue la última vez que nos visitó alguien sin haber avisado primero.