Esto es, sin duda, lo peor que he hecho por mis inseguridades. Metí la pata hasta el fondo, y tuvo un coste alto aprender la lección. Por eso comienzo con un consejo: trata tus angustias, identifica de dónde vienen y háblalo con tu pareja si las sospechas son fundadas. Si no, evita entrar en la rueda de hámster de los malos pensamientos, porque te llevan a lo peor. Estas cosas no se interiorizan con mensajes generales tan categóricos, así que, por si sirve, cuento mi historia.

Obsesionada

Siempre que he tenido pareja, me ha costado espantar las suspicacias ante una posibilidad: la de que me fuera infiel. Soy celosa, lo reconozco. No hablo de que me moleste que mi pareja quede para tomar café con una amiga, que eso es impensable. Es que se me ponen las orejas tiesas si lo veo hablando con otra que no sea familiar o de mi círculo de confianza. Muy tóxico, lo sé.

No me dio motivos concretos para que pensara que era infiel, solo era un pensamiento que estaba ahí e iba y venía de cuando en cuando. Algunas veces, me bastaban sus respuestas para espantarlo, es decir, que me explicara dónde había estado y con quién, o con quién estaba hablando por Whatsapp. Otras veces, directamente, no me fiaba de lo que me decía.

Supongo que el bucle se activó en algún momento en que una de sus continuas explicaciones no me pareció convincente. Cualquier chorrada sería. Que le preguntara que de qué se reía tanto con el móvil y él me dijera que con sus amigos, pero, como enseguida lo soltó en lugar de seguir chateando, sospeché. Algo así.

A día de hoy, tengo claro que me monté mi propia película y, en lugar de desmontarla, fui buscando motivos y motivos que confirmaran mis sospechas, aunque fueran los más nimios. Empecé a ver de todo: me parecía que estaba más ausente de lo habitual, y que se iba con frecuencia a sus mundos en lugar de hacerse presente en el momento, conmigo. Lo notaba más distante. Creía que me decía “Te quiero” con menos frecuencia, que me abrazaba y me besaba menos, o que no me buscaba tanto para hacer el amor. Llegué a ver con suspicacias hasta que compartiera una simple canción en Facebook, cuando él casi nunca compartía en redes nada y se limitaba solo a cotillear. ¿Sería que se la estaba dirigiendo a alguien?

La compañera de trabajo

Tal era mi obsesión que llegué a hacerme un perfil falso en Facebook con nombre de mujer. Quería hablarle y hacerle alguna proposición, a ver qué decía, pero, ansiosa como estaba, no lo preparé bien. Me limité a poner la foto de perfil de una flor, a buscar tíos random y a compartir un par de publicaciones de animales. Aceptó mi solicitud de amistad y eso echó más leña a mi fuego interno.

Le abrí chat una noche con alguna excusa vaga, solo comentar un texto que él había compartido hacía ya meses, pues ya digo que no es muy activo compartiendo en redes. Me preguntó que quien era y le dije mi nombre ficticio y que vivía en Buenos Aires. Él ya no volvió a responder y yo no supe cómo seguir. Pude pensar que no tenía interés alguno en desconocidas, pero no. Lo que pensé fue que, simplemente, yo no había preparado bien la trampa.

lelo compañeras

Los ingredientes estaban: una pareja celosa (yo misma) y sospechas. Para completar el cóctel, solo necesitaba a alguien que me espoleara y me hiciera de cómplice. No la culpo a ella, ni mucho menos. Pero, en aquel momento, debería haberme encontrado con alguien que me pegara dos tortas figuradas, y me dijera que me dejara de tonterías, fuera a terapia y dejara de intentar destruir mi matrimonio.

Se lo conté todo a una compañera de trabajo que llevaba poco en la empresa, pero con la que había hecho buenas migas. Mi marido no la conocía, y ni siquiera estoy segura de haberle hablado de ella porque pertenecía a otro departamento, y solo nos veíamos en la oficina. No compartíamos día a día como para que se la mencionara.

Una día le hice algún comentario sobre mi vida matrimonial a esta nueva compañera. Ella no lo dejó pasar, sino que lo captó y mostró interés. Y, a partir de ahí, se convirtió en mi paño de lágrimas. En los ratitos en los que podíamos vernos, le contaba todo lo que yo creía que él hacía: que estaba distante, que sentía que me ignoraba, que pasaba mucho tiempo en el móvil…

Ella, que solo conocía una versión distorsionada de unos hechos que no había, empatizaba conmigo. Incluso me contó un episodio personal que terminó con su anterior pareja confesándole que había sido infiel, lo que terminó la relación. Lo que me pasaba a mí ella lo veía plausible. Desperté algunos de sus viejos fantasmas y, como me notaba desesperada, accedió a prestarme ayuda cuando se la pedí.

El descubrimiento

Entre las dos trazamos un plan. Ella lo agregaría a Facebook y, poco a poco, iría interactuando con él a través de “Me gusta” a publicaciones antiguas. Pasado un tiempo, si él no le habría chat antes, lo haría ella.

El plan marchaba como habíamos planeado y, un par de semanas después de aceptar su amistad y que ella diera “Me gusta” a publicaciones aleatorias, decidió hablarle. Estuvieron chateando a ratos un par de días, algo sin mucha profundidad. Hablaron de motos, pues él tenía la suya de portada y ella intentó tirar por ahí.

Mi compañera me mostraba cada detalle de la conversación, y la verdad es que no había nada. Nada más allá de aceptar la solicitud de amistad de una desconocida, pero ya veis que él aceptaba solicitudes sin criterio alguno. Incluso ella comenzó a ver que igual yo había supuesto cosas que no eran, pero yo quise que insistiera para que él cogiera confianza.

No pudimos llegar a tanto, porque me descubrió. Un día llegó con el móvil en la mano, enseñándome su foto de perfil:

-¿Esta quién es? -me preguntó.

Los ojos se me iban a salir de las órbitas y noté cómo el bochorno se me subía a la cara. Él se dio cuenta, así que de poco sirvió que le dijera que no lo sabía.

Resulta que él entro en la información de su perfil de Facebook para saber quién era, y no vio que tuvieran amigos en común. Pero bus su nombre en Twitter también, donde sí tenía perfil… con exactamente la misma foto que en Facebook. En esta última red no nos teníamos agregadas, pero en Twitter sí nos seguíamos, porque ambas hacíamos retuit y respondíamos con frecuencia al contenido que publicaba nuestra empresa.

Ella, en su bio, no tenía nada alusivo a la compañía. Pero a él le bastó con bajar unos cuantos tuits y ver que yo misma le había respondido a uno que había publicado hacía solo unos días.

El tiro por la culata

Estaba tan desbordada por la sorpresa que fue suficiente con que me presionara solo un poco para contarle la verdad. Ya sabía que me había pasado y que de nada me iban a servir las evasivas. Se me pasó por la cabeza decirle que seguramente ella me habría buscado a mí en Facebook, vio su perfil, le gustó y quiso intentarlo con él. Pero no podía seguir mintiendo porque sería peor.

Se lo dije todo y él montó en cólera. Tuvimos una discusión muy fuerte en la que yo estuve a la defensiva, en lugar de reconocer mi error y pedirle perdón y ayuda. Nos llevamos varios días sin hablarnos y yo, por si los celos no fueran bastante, me instalé en el orgullo y no quise ceder.

Al final me dijo que lo había pensado mucho y que era mejor que termináramos. Ya no podía más con mis celos. No sabía que hacer para que yo estuviera bien, sin dudas ni sospechas. Se agobiaba para no hacer cosas que me molestaran y, aún así, yo acababa molesta por cualquier cosa absurda. Incluso había sido capaz de llegar al extremo sin motivo ninguno, así que nuestra convivencia iba a ser un sinvivir por la falta de confianza.

Cuando me di cuenta de que se terminaba definitivamente, le pedí perdón llorando y le supliqué volver, pero era tarde. Había ondeado muchas banderas rojas durante nuestra relación, y él decidió que ya no podía ignorarlas más. Resultó que sí había alguien amenazando nuestro matrimonio, pero no era una tercera persona. Era yo.

 

[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]