Querido lector, antes de nada debo presentarme. Soy Marina, una mujer que ha crecido en una ciudad pequeña, donde al final del día todos conocen a todos, con los cuchicheos que eso conlleva. He jugado con niñas a los siete años, he madurado en un grupo de chicos a los quince, y me he quedado con lo mejor de cada casa a los veinte. Se podría decir que, lejos de generalizaciones, conozco la forma de criticar de mujeres, hombres y viceversa. He escuchado tópicos de todo tipo, desde “cómo puedes estar en un grupo de tíos si entre mujeres y hombres jamás habrá amistad” a “cuidado con las chicas, al final te acabarán envenenando por la espalda, sois muy malas todas”. He conocido la violencia en todas sus formas y sexos. He sido juez, verdugo y víctima.

Ahora echo la vista hacia atrás y me entristece haber creído esos estereotipos. Veo la competitividad entre las mujeres por ser la más guapa, la más lista, la más graciosa, la más popular, la más ligona, y todas esas veces que critique –y me criticaron– por miedo a caer del podio, por el deseo de ganar una lucha de egos. Recuerdo a la gente que decía que una mujer en un grupo de hombres traería el drama, a los que me aconsejaban no fiarme de la mejor amiga de mi novio o a los que anunciaban una “pelea de gatas” y pedían barro cada vez que discutía con otra chica. ¿Y si el verdadero rival de una mujer no es otra mujer? Tal vez nuestro enemigo es el que nos quiere calladas y serviciales, el que nos humilla, el que nos obliga a competir, el que nos mata con palabras y golpes. El machismo.

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El machismo se esconde, piensa que nadie le buscará dentro de una mujer. Entonces nos envenena y nos convierte en prisioneras de sus prejuicios, y elabora un plan de ataque sofisticado. Quiere que peleemos entre nosotras, que hagamos su trabajo sucio. ¿Cómo decir que no si ahora es él el que controla nuestras palabras? El virus se extiende, pasa de generación en generación, y es altamente contagioso por contacto verbal. Miras a tu alrededor, todos piensan como tú, todos han sucumbido al machismo.

Nos quiere calladas, dulces, perfectas, virginales y dependientes, pero nos tacha de histéricas, provocadoras, pérfidas, celosas, posesivas, locas del coño y putas. Las señoritas no se tiran al barro, las señoritas no pelean, las señoritas no dicen palabrotas. Los niños se dan de hostias y a los dos minutos son amigos. Las niñas sonríen por delante y apuñalan por detrás. Repite lo mismo una y otra vez hasta que nos lo acabamos creyendo, y crecemos buscando la perfección, pisoteando a quien haga falta porque ahora somos un robot dirigido por un monstruo que nos utiliza para perpetuar su legado.

Un día abres los ojos y, por primera vez, notas algo dentro de ti que no te pertenece. Te miras en el espejo. “Hoy me pongo el vestido ajustado, y a quien no le guste que no mire”. Tus adentros tiemblan. Sales a la calle y al compás del viento pasa una chica con minifalda, pero ya no es una cualquiera. “Que se ponga lo que le salga del coño.” Hay un nudo en tu garganta. Te paras en el semáforo y la ventanilla de un coche baja. La voz interior sabe que pierde fuerza, necesita aliados. Gritan, pero no agachas la cabeza, ya no eres muda. “¿Te he pedido tu opinión?”. Ni callada, ni sumisa. Un eco retumba en tu cabeza, sabes que esa pregunta no era solo para el capullo del coche. La chica de la minifalda te mira y sonríe. Por primera vez ves algo más que un trozo de tela pegado a un cuerpo. En sus ojos te encuentras a ti misma. Una persona completa e imperfecta, valiente y con miedo, juzgada y que juzga, y a medida que el monstruo va arañando las paredes tú te das cuenta de que no eres de nadie, que ya es hora de dejarle ir. Ahora toca reconstruir todo aquello que ha destrozado en su lucha, y dar la mano –no la espalda– a quienes todavía conviven con el verdadero enemigo.

El machismo está en ti, está en mí, está en todos. ¿Lo vencemos de la mano?

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