Mi amiga es una persona abierta, optimista, alegre y con muchas ganas de aprender y disfrutar del mundo que la rodea. Hace ya 8 años que es madre y, aunque el principio fue duro por alguna complicación post parto, en general vivía muy contenta su maternidad. Pero al llegar la primaria todo empezó a cambiar. El comportamiento del niño se volvía cada vez más arisco y la ejecución de cada rutina se volvía un reto. Ella no sabía en qué momento aquel niño de mirada angelical había cambiado su gesto, pero era cierto que ahora estaba más serio, más alerta y más observador. A medida que iban transcurriendo los meses, sus nuevas manías y su baja tolerancia a la frustración iban haciendo el día a día de la familia cada vez más difícil. Hasta que un día, tras discutir con él por una pequeñez sin importancia, él reaccionó de una forma desmedida, asustando mucho a sus padres. Esa noche, mientras el niño dormía plácidamente por el cansancio de haber gritado y tirado cosas por los aires durante un buen rato, mi amiga y su marido hablaron. Empezaron a charlar sobre si lo estarían haciendo bien o estarían criando a un niño caprichoso, qué parte de culpa tenían cada uno de ellos en las reacciones exageradas del niño, en qué momento había empezado todo…

Intentaron seguir sus vidas lo más normal posible. Al principio se volvieron mucho más estrictos con él, pero además de que no valía para nada, era la frustración de los padres la que saltaba por los aires cada día. Luego empezaron a utilizar la educación positiva, acompañando las emociones de su hijo, incluso y sobre todo cuando estas lo desbordaban. Hubo una leve mejoría en la relación entre los padres y el niño, pero él seguía sufriendo, y ellos con él. Así que decidieron llevarlo a terapia a la espera de alguna explicación que, mágicamente, les diera la solución a todos sus problemas. Tras dos sesiones, la terapeuta recomendó a mi amiga que llevase a su hijo a un neurólogo, ya que las cosas que ella observaba en él se escapaban a su conocimiento. 

Unos meses y varias consultas después, mi amiga se vio con un diagnóstico en una mano, un certificado de discapacidad en la otra, una agenda llena de citas de diferentes terapias y la certeza de que su vida no iba a ser ni parecida a como ella la había soñado. 

Empezó sintiendo rabia e impotencia porque no entendía por qué le pasaba esto a ella, a su hijo, por qué debía cambiar toda su vida, por qué tenía que justificar ahora, ante la mirada incrédula de los transeúntes, que su hijo necesitase de pronto gritar, hacer algún gesto extraño o decir alguna cosa fuera de lugar. Por supuesto, como es habitual, las primeras miradas eran de juicio “¡Vaya madre! Mira que niño malcriado…” Pero después vinieron las miradas de pena acompañadas de los comentarios ignorantes e hirientes “Pobrecito, creo que le falta algo” “Pobre madre, cuando te sale un niño así es muy duro” o “Pues mira que yo siempre pensé que era normal”.

Ni qué decir de la falta que hace en nuestra sociedad algo de cultura en neurodivergencia y un poquito más de respeto y saber estar. Pero a esta madre, mi amiga del alma a la que tanto quiero, estas frases fueron las que acabaron de hundirla. La culpa por sentir pena, por no tener la suficiente paciencia, por no saber qué necesitaba su hijo, se juntaba con el duelo por la pérdida del hijo que había soñado que sería y nunca llegaría a ser, por las tardes abrazados bajo una manta en invierno mientras veían pelis que jamás llegarían, por los hijos que ya no quería tener para poder atender en condiciones a su pequeño.  Y todo siempre acababa en culpa. ¿Los médicos recomendaban mediación? Culpa, porque no ha sabido ayudarlo suficiente. ¿El niño se alteraba en vacaciones con la pérdida de la rutina? Culpa por no haber sabido anticiparle lo suficiente los cambios o no haber sabido priorizar bien. Y así cada ínfimo paso que daban los tres. 

Y al igual que aquel proceso neurológico para ella apareció sin más, un día, también sin más, apareció en su boca la respuesta, orgullosa y ofendida, a una de esas frases que, quien no tiene más que hacer en la vida que criticar, le dedicó al niño en un parque. Despertó de pronto la leona que se había dormido enterrada en culpa (hacia ella e incluso, aunque le duele admitirlo, hacia él también), y salía rugiendo dispuesta a proteger a su cría ante cualquier ataque, por muy buenas intenciones que tuviera. 

Comenzó terapia ella también, eso le ayudó mucho a canalizar su ansiedad y a gestionar todas aquellas emociones, que eran totalmente lícitas, por muy políticamente incorrectas que fueran. A aceptar su frustración y entender que todo podría ir bien. Sería más duro y costaría más trabajo, pero podrían conseguirlo. Obligó a su entorno a eliminar la palabra “normal” para referirse a personas y así ayudar a acabar con un montón de prejuicios y frases desafortunadas, y empezó a atreverse a volver a hacer cosas con su hijo sin miedo a que se pusiera nervioso en público y los tics que tenía llamasen demasiado la atención. 

Cuando entendió que, aunque su hijo era su prioridad, debía intentar cuidarse ella y ser un poco egoísta a veces para poder estar al 100% cuando su hijo la necesitase, todo empezó a rodar más suave. Ese maldito papel está ahí, esas características que hacen diferente a su hijo también lo están, pero ahora sabe cómo afrontar cada día y donde pedir ayuda cuando lo necesita. 

Yo me siento muy orgullosa de mi amiga y de todo lo que está consiguiendo; más aún ahora, que ayuda a otras familias que se encuentran en su situación, con el proceso de asimilación. 

 

Luna Purple