Cuando pienso en los veranos de mi infancia, los recuerdos que se me vienen a la mente me provocan una sonrisa. Mis primas y yo en la casa del pueblo de mis abuelos jugando en el patio, subiéndonos a la higuera o caminando a las cuatro de la tarde, con todo el calor que hace en Extremadura en agosto, para llegar a la piscina municipal y darnos un chapuzón con las amigas. O con mi primo corriendo con las bicicletas por los caminos de La Sagra, o bañándonos en la piscina que tenían mis abuelos en su parcela de Toledo.
Aventuras inolvidables que se agolpan en mi memoria: el primer amor de verano, el primer beso, las primera amistades sinceras y un sinfín de primeras veces.
Fueron veranos felices que vivimos bajo el cálido y amoroso cuidado de nuestros abuelos. Recuerdo a mi abuela metida en la cocina preparando siempre nuestros platos favoritos, eso sí, al menos una vez a la semana nos ponía de comer lentejas, judías verdes y pescado, o cualquier otra receta que no nos gustaba mucho pero que debíamos comer. Ese era el trato, seis días a la semana de macarrones con tomate y filetes de pollo, y al menos uno de verduras.
Y mi abuelo, siempre preocupado de que no le dañáramos sus plantas cuando jugábamos a la pelota y de que no le pisáramos lo que tenía plantado en el huerto. Siempre gruñón pero feliz de estar rodeado de nietos.
De niña estaba deseando que acabaran las clases para pasar las vacaciones con mis abuelos y primos. Ahora que tengo hijos, me duele en el alma pensar que ellos no tendrán los mismos recuerdos de verano que yo atesoro con tanto cariño.
Mis abuelos paternos tenían una parcela en el campo con piscina, y los maternos una casa en el pueblo. Pero cuando fallecieron, mis tíos y padres pensaron que lo mejor era deshacerse de esas propiedades y venderlas.
Mis padres, tampoco mis suegros, tienen una segunda residencia. Ni una casa en el pueblo, ni un apartamento en la playa, nada.
Y ya si hablamos de nosotros, los padres de mi generación, a duras penas podemos pagar la casa en la que vivimos, así que eso de comprarte una casita para ir en vacaciones es un sueño que, al menos en mi caso, sólo veo posible si me toca un Euromillón, y no juego…
Mis hijos no tienen adónde ir en verano, por no tener, no tenemos ni piscina comunitaria en la urbanización. Mis hijos están obligados a pasar casi todo su verano en un piso.
Algún verano puedo apuntarles a los campamentos urbanos que realizan en los colegios de mi barrio, o sacarme un abono para ir con ellos la piscina municipal. Y en el mejor de los casos, pasarán una semana en la playa con nosotros, cuando la economía nos lo permita, porque los alquileres vacacionales están por las nubes. Eso es todo lo que puedo ofrecerles a mis hijos.
Me da pena que no viva los veranos que yo viví. No conocerá la emoción de esperar con ansias el final del año escolar para escapar a un mundo de juegos y aventuras. No conocerán la sensación de pertenencia y arraigo que se experimenta al regresar año tras año al mismo lugar, al mismo rincón de mundo que se siente como propio. No podrán decir aquello de “me voy a mi pueblo”.
Ahora mismo, me encuentro atrapada entre el deseo de recrear los veranos de mi infancia para mis hijos y la aceptación de que esos tiempos ya pasaron, que la vida ha cambiado y que debemos adaptarnos a las circunstancias que nos rodean.
Pero lo que más lástima me da es que, tanto mis padres como mis hijos, se van a perder ese vínculo que teníamos los niños de antes con nuestros abuelos. Esa convivencia durante el verano, pasar tiempo de calidad, contarles tus cosas y que ellos te cuenten sus historias de cuando eras niños. Los abuelos no son eternos, por desgracia, y yo tuve la inmensa suerte de contar con ellos en mi infancia y de pasar los mejores veranos de mi vida con ellos.