Otro año más, San Isidro cayó en mitad de los exámenes. No iba a salir, pero me convenciste diciéndome que esa noche habría fuegos artificiales, y no podía pasar otro curso sin verlos. Así que terminé haciéndote caso (qué novedad). Me encantaba ver cómo me suplicabas para que fuera, sabiendo de sobra que te iba a decir que sí. Era algo así como nuestra  manera de decir que teníamos ganas de vernos. 

Llegué tarde, pero con un clavel en el pelo y los labios rojos. Cuando llegue, ya estabais todos. Me saludasteis con un aplauso sarcástico y una buena litrona fría. Como tiene que ser. Me miraste de arriba a abajo y, sonriendo de oreja a oreja, dijiste: “mírala, la que no quería salir, cómo se ha puesto”.  Me puse roja. Como los labios y el clavel. Como siempre que estaba contigo.

Bailábamos todo lo que nos echaban encima. La cerveza se iba acabando y la íbamos reponiendo. No sé ni cuánto dinero me gasté ni cuánto bebí. Solo sé que la preocupación por el próximo examen se iba alejando, y ya me daba igual la hora a la que iba a llegar a casa y lo de ir a estudiar a la biblioteca al día siguiente.

Fue pasando el tiempo y, sin darnos cuenta, ya se acercaban las doce y el momento de los fuegos. Salí pitando al baño para no perderme ni un minuto, pero estábamos a tomar por culo de todo y, a mitad de camino, lanzaron el primero. Algo dentro de mí dijo: “corre, sal corriendo, vuelve para poder ver los fuegos con él”, pero estaba lejos y había tanta gente que no sabía si llegaría a tiempo. Así que me senté para verlos sola en mitad de la Pradera.

Me brillaban los ojos como a una niña pequeña. Tenía los fuegos artificiales tan cerca que si me tumbaba y extendía las manos, parecía que podía tocarlos. Y de repente, me sonó el móvil.

Dime dónde estás ya que voy a por ti. Y ni se te ocurra colgarme hasta que llegue.

¿Qué era tan importante? ¿A qué venía tanta prisa? Me puse nerviosísima y, teniendo en cuenta la mierda de indicaciones que te di, no sé cómo coño te las apañaste para llegar en cuestión de segundos.

-¿Qué pasa? ¿Por qué vienes corriendo? ¿Estás bien?

– Sí, sí. Tengo que hablar contigo y tiene que ser con los fuegos.

– ¿Qué pasa?

Me cogiste de la cintura mientras me decías ven, y yo lo dejé todo. Tú, que tanto tenías que hablar conmigo, no dijiste ni una palabra más. Me besaste así, sin previo aviso, sin ese redoble de tambores que avecinaba el momento esperado.  No había tiempo que perder. Ya habíamos esperado bastante.

De fondo sonaban los fuegos artificiales, se veían las luces, la gente flipaba. Pero a nosotros ya nos daba igual, teníamos nuestro espectáculo propio. Tu mano en mi cuello me pegaba más y más a ti, la otra me sujetaba por la cintura por si acaso (ya te había dicho que, con el beso indicado, las piernas me fallaban).

Nuestro beso me resultó familiar. Era como si ya lo hubiéramos hecho antes, en otra vida. Era como si estuviésemos hechos para estar así. No había sentido que encajaba tan bien con nadie en la vida.

 

No me soltaste hasta que la gente empezó a aplaudir. Y pese a que sabíamos que no era así, nos reímos pensando que esos aplausos eran para nosotros. Como si encima de nuestras cabezas hubiera un cartel con las palabras “The End”. Aunque ese solo era el principio.