Si algo me regaló Madrid fue refugio, amistad, amor y momentos mágicos. Esta es la historia de uno de esos momentos, con chispa y mariposas en el estómago.

Llegué a la ciudad en 2012 para estudiar un máster. Un curso y medio después de empezar, inicié periodo de prácticas. Fue una etapa criminal. Me tocaba madrugar más que en mi vida, salir corriendo al autobús y cruzarme lo que para mí era como ciudad y media hasta llegar. Si has estado en Madrid, sabrás que cada calle es una cuesta. Todo sube o baja (viva la sierra, amiga). Traslademos eso a una silla de ruedas. Mi solución fue adaptarme un cacharro, que es posible que hayas visto en alguna parte, que convierte la silla en una “moto”. Acoplas la pieza y se convierte en un artilugio motorizado.

Aun así, necesitaba madrugar bastante, llegar puntual a todos sitios y armarme de paciencia para lidiar con los conductores de autobús. Algunos de ellos son gente enormemente amable con la que da gusto cruzarse a diario. Pero otros, te dicen que la rampa no va y ahí te quedas. Y si vas con “moto”, peor me lo pones… Pero bueno, lo cierto es que, bien por buen hacer, bien por verme a diario a mi hora en la parada, rara vez tuve problemas. Salvo aquella mañana, que me negaron subir, todo el mundo comenzó a protestar y el conductor, del agobio, arrancó con un niño dentro, olvidando al padre en la calle, que tuvo que salir corriendo detrás. Pero en fin, algo anecdótico.

A  la vuelta era más de lo mismo. Paciencia y cogerlo con tiempo. Hasta que apareció ÉL. Justo coincidió con la eliminación masiva de libros en mi lugar de prácticas. Siempre he valorado los libros como tesoros. Cuando amenazaron con tirar todos los libros que tenían por allí, me dedicaba a cogerlos y llevarlos a mi Colegio Mayor. Si no los querían en un sitio, estarían en una biblioteca donde eran bienvenidos.

Así que ahí estaba yo, en la parada, con mi moto y una cestita cargada de libros hasta los topes. Para subir, desmontas a moto y para bajar, te la montas de nuevo. Llegó el bus y el muchacho, con los ojos almendrados más bonitos que puedas ver en tu vida, allí que se puso a ayudarme a subir. Pasándolas canutas, porque se me fue la mano con los libros y casi vuelcan la moto y el muchacho.

Iba con una carpeta de una academia, donde casualmente iban amigas mías. Así que entre sus ojazos, su amabilidad y la carpeta de la academia, a mí me empezó a picar la curiosidad. Para mi infortunio, el chico se sentó en los asientos del final. Aunque luego entendí por qué…

Adivina, adivinanza… ¿En qué parada bajaba él? ¡Exacto! En la misma que yo. ¿Qué probabilidad había de que, en un trayecto de 45 minutos, el chico subiese y bajase justo al mismo tiempo que yo? Al final pudo la timidez y apenas me atreví a darle las gracias.

Un golpe de suerte quiso que empezáramos a coincidir casi a diario. Cada día, el mismo ritual. Nos saludábamos y sin decir nada, ese chico me ayudaba a subir y bajar. Uno de esos días, ambos nos equivocamos de parada. Y ambos bajamos a la vez, pero dos paradas antes. De haberme atrevido a decirle algo, seguramente nos hubiéramos reído del error y la coincidencia. Pero la timidez y la vergüenza seguían allí.

Llegó un día que él dejo de aparecer. Poco después, tuve un problema en la silla de ruedas que me obligó a estar encerrada y seguir las prácticas a distancia. Y claro, yo daba por hecho que nunca más lo iba a ver. Así, sin haberme atrevido a decir nada. Sin saber siquiera su nombre.

Si has hecho un máster, habrás tenido el mismo dolor de estómago que yo el día de la presentación del Trabajo Final. Bueno, pues después de toda esta historia, llegó el día de pasar el mal trago. Otro autobús con otra ruta diferente.

Llegué a la parada y me dispuse a desmontarme la moto. Y cuando estaba agachada, una vocecita a lo alto:

  • Hola…

¡Él! ¡Era él! ¿Posibilidades de coincidir en otro autobús para hacer juntos otra ruta y acabar en la misma parada? Pues las mismas de que pasase todo lo anterior, pero mira, allí estábamos. Yo le respondí el saludo, intentando disimular que estaba muriendo de alegría por dentro de volverle a ver.

Las señales del universo estaban claras. Era el día. Ahora era muy consciente de que no iba a volverle a ver después de ese día. Si tenía algo que decirle, era en ese momento o nunca más. Acabamos el trayecto y me lancé.

Supe su nombre, su carrera. Calculé que era un jovenzuelo con el que claramente no iba a ocurrir nada, con quien no hubiese ocurrido nada aunque me hubiese lanzado antes. O quizás, sí. Pero llegó el momento de agradecerle cada uno de sus gestos y despedirnos.

Pablo, de Económicas. Si algún día lees esto, te agradezco enormemente tu amabilidad y hacer mis viajes más agradables. En Madrid, la muerte viaja en ambulancias blancas y la magia, en autobús.

@mia__sekhmet