Me abandonaron tres meses antes de la boda

 

Mi vestido era demasiado grande para mí, tenían que cogérmelo por todas partes: el pecho, la cintura, el bajo. Pero no me importaba: era maravilloso. Su tacto, el bordado, el corte y su tonalidad de blanco. 

El anillo no era ningún pedrusco, como es el gusto de algunas personas, sino algo sencillo y elegante, un entrelazado de plata sobre el que reposaba un pequeño diamante, ideal para mis dedos diminutos. En definitiva: era perfecto.

Aún más perfecto me parecía mi prometido, tan alto y fuerte él como fuertes sus convicciones, unos ideales sobre la vida, la pareja y la mujer que compartíamos, y que me hacían quererle mucho, mucho más.

Tuvimos un noviazgo apasionado y ñoño a más no poder. Algunas personas suspiraban de envidia a nuestro paso y otras nos evadían por empalagosos, pero nosotros estábamos en nuestra propia nube: una nube idílica y de muchos, muchos sueños. 

Nos construimos tal castillo y planificamos de tal forma cada detalle de nuestro futuro (trenzas en el porche, cariño mío), que parecía que ya estaba todo hecho, no quedaba nada más por hacer que firmar, decir «sí, quiero» y ser felices para siempre.

Ay, de mí. La vida me ha tratado con dureza (excesiva, según mi opinión), pero creí que, una vez llegada a sus brazos, todo había valido la pena, todo era posible y, diré una vez más, todo era perfecto.

Hasta aquella noche. Una maldita y tormentosa Nochebuena en la que nos enfrentamos el uno al otro como jamás habíamos hecho. Nos acaloramos, alzamos el tono y el modo, una maleta salió disparada dispuesta a echarme de nuestro dulce hogar y el llanto y el dolor nos consumió casi por completo.

Él se fue a pasar la noche con sus padres y yo con los míos. Pero por la mañana de Navidad, me llevé el peor regalo jamás recibido en unas fechas así: mi prometido no solo cancelaba la boda, sino que me impedía volver a casa. «Necesito estar solo», dijo. «Necesito estar conmigo mismo y pensar», añadió. ¿Y yo? Me encontré sin casa, sin boda, sin marido y sin sustento económico en un solo día. (Sí, vivíamos de su sueldo, ingenua de mí). De modo que no podía regresar ni derecho tenía a reclamarlo, porque queridas, alguien me dijo que quien tiene el dinero, tiene el poder. Y qué verdad más dura. 

Me di un día entero para llorar. Bueno, no solo llorar: llorar a mares, gritar dentro de un cojín hasta quedarme sin voz, no comer, no beber, no dormir, ahogarme en mi propio sufrimiento y que todo él hiciera presa de mí. Eso fue hasta el día siguiente, en que decidí: primero, necesito sanar. Segundo, necesito dinero. Tercero, necesito un hogar, una casa a la que llamar mía, ¡y que nadie me pueda echar de ella!

Reconozco que no es fácil, que aún lloro y que la más mínima cosa me desestabiliza. Pero cada día es una batalla: agarro mi espada, la sujeto fuerte y enfrento mis demonios. Porque están todos dentro, queridas mías. Los demonios que lloran por lo que tuvimos, por lo que vendrá, por lo perdido. No obstante, me repito algo como un mantra: dado que lo he perdido todo, ¿qué me queda por ganar? TODO.

Como apunte final, haced caso a la pequeña Miley: nosotras podemos comprar nuestras propias flores. 

 

EGA