Roberto y yo nos conocimos en el último año de bachillerato. Él era uno de los guaperas más populares del colegio, y yo la nueva de la clase, ya que tuve que cambiarme de instituto para terminar el bachiller por unos problemas familiares que ahora no vienen al caso.

Lo nuestro fue un flechazo. A mí se me cayó la baba desde el primer momento en que lo vi. Él empezó a tontear conmigo de seguida. Me encantó todo de él. Su personalidad, su simpatía, lo divertido que era. Me colgué de él en menos que canta un gallo, y para cuando quise darme cuenta, ya estábamos saliendo.

Todo fue idílico y fantástico ese primer año. Nos moríamos de amor, y vivimos muchos primeros momentos felices, entre ellos, nuestra primera vez. Al menos, la mía, que fue con él.

Al terminar el instituto, Roberto entró en la universidad y yo al Grado superior que quería. Pronto me llegaron rumores de tonteo con otras chicas por su parte, y empecé a volverme bastante celosa.

Un par de años después, Roberto me confesó que me fue infiel con una chica de su clase.

No sé qué tipo de enajenación mental transitoria tuve en ese momento, que hasta me enterneció que me lo confesase. <Por lo menos ha sido sincero, eso le honra> pensé. Y lo perdoné.

Evidentemente, mis celos fueron a más.

Con el tiempo, seguí escuchando rumores. Erróneamente, le prohibí salir de fiesta y relacionarse con ciertos amigos que eran muy del rollito. Él pareció cumplirlo todo, y yo pasé a ser la malvada novia controladora y él, mi pobre víctima. Ahora me río, como si por prohibirle algo a un infiel te va a salvar de que lo sea. Já.

Pasaron los años, concretamente nueve. Nuestra relación era más que estable, y hacía años que no tenía sospechas de nada ni rumores. Estaba muy feliz con Roberto y, como tonta, pensaba que era el amor de mi vida.

Roberto me pidió matrimonio. Por supuesto, mi respuesta fue un sí rotundo. Comenzamos con los preparativos y me imaginé el día de nuestra boda y un poco más allá, teniendo a nuestro primer hijo.

Ese año, Roberto empezó a trabajar en un gimnasio. Daba clases de spinning, de zumba y de todo lo que os podáis imaginar. Y allí conoció a mucha gente, la mayoría mujeres. Gente con la que tuvo una relación muy estrecha, casi familiar, porque donde vivíamos además era un pueblo muy pequeñito.

Entre toda esa gente, se encontraban Lara y su madre. Lara tenía en ese momento 16 años y se había apuntado con su madre a clases, para mantenerse en forma. Él me hablaba mucho de ellas, y llegué a conocerlas.

Me cayeron genial, y la relación que tenían me parecía muy tierna. Roberto me invitaba a sus clases a veces, y yo también estreché lazos con Lara y con su madre. Llegué incluso a invitarlas a comer algún que otro día a mi casa.

A los meses, Lara cumplió 17 años. La invitamos un día junto a su madre a tomar café, y le compramos una pequeña tarta para soplar las velas. Para mí, ya eran como parte de nuestra familia. Les tenía muchísimo cariño.

Mientras tanto, todo lo de nuestra boda siguió su curso, y ya nos plantamos a las puertas del evento.

Exactamente 14 días antes.

Yo estaba repasándolo todo, nerviosa y muerta de ilusión. Roberto se acercó a mí y me dijo, muy serio, que teníamos que hablar.

Me confesó que llevaba siéndome infiel varios meses con Lara. Pero que no era sólo algo sexual, que se había enamorado, y que no podía seguir adelante con esta farsa que iba a ser nuestra boda. Que él al principio la veía como una niña, como su hermana pequeña, pero que con el tiempo la cosa fue cambiando y  que no lo pudo controlar.

No sé si medié palabra. Todo lo que recuerdo es que me dio un ataque de ansiedad y se me quedaron las manos engarrotadas. Que vino la ambulancia a casa y que me dejaron drogada perdida. Al parecer, a Roberto también le dio un ataque de ansiedad a la par. Pobrecito.

Cuando recuperé la consciencia y la estabilidad, le pregunté que cómo era eso posible. Que eso no podía ser verdad. Que él tenía 30 años, y ella 17. Que estaba cometiendo un delito. Que no podía dejarme. Que le quería, que éramos felices. Que no sabía qué estaba pasando.

Y lo que pasó es que él era un maldito infiel sin vergüenza ni moralidad, porque no voy a entrar en los detalles de la edad porque me duele escribir ahora mismo ese adjetivo.

Salí de casa para que me diera el aire, después de una hora discutiendo y llamé a la madre de Lara. Ella lo tenía que saber. Y sí, sí que lo sabía. Lo sabía desde hace un par de meses, y lo aceptaba tan feliz y tan campante. Que al principio le chocó, dijo, pero que luego se alegró porque para ella Roberto era como un hijo, y sabía que jamás trataría mal a su hija. Que le sabía muy mal por mí, dijo.

Yo no pude flipar más.

Obviamente aquella discusión no acabó bien, y Roberto se fue de casa a los dos días.

Y así quedaron mi casa y mi corazón. Vacíos. Llenos de pena, de rabia, y de confusión. Jamás pude lograr entender cómo había pasado todo. Cómo fue capaz de hacerme eso, de hacerlo con una menor, y de dejarme a dos semanas de la boda.

Roberto me dejó completamente destrozada.

CASO REAL REDACTADO POR UNA COLABORADORA