Le conocí en la proyección de una película en el cineclub del que yo era socia. Tras la película solíamos quedarnos a comentar tomando algo en una cafetería cercana, y por supuesto le invitamos a que se quedase con nosotros.  Nos contó que era de un pueblo de Madrid y que se había mudado por trabajo, que le encantaba el cine y que era eso y el hecho de no conocer a nadie en mi ciudad lo que le había llevado a apuntarse a nuestro modesto cineclub.

Tenía ese aire de chico un poco perdido, de persona tímida que trata de encajar en un mundo ideado para vivir en sociedad, aunque cuando empezamos a conocernos más me confesó que él era más de pasar las tardes de lluvia leyendo o viendo películas, y los días soleados, de salir a pasear cámara en mano a tratar de capturar momentos fugaces y aves urbanas. En definitiva, era esa clase de persona que inspira ternura, confianza y cierto afán de protección. 

Empezamos a salir sin que apenas me diera cuenta. Primero alargamos los cafés tras las proyecciones semanales; sin embargo, poco después empezamos a buscar pasar tiempo juntos con más frecuencia, paseando sin rumbo por la ciudad mientras me explicaba curiosidades sobre cada pájaro que se cruzaba en nuestro camino. Otras veces, era yo quien le explicaba detalles a modo de guía turística sobre mi ciudad.

Poco a poco nos fuimos abriendo el uno con el otro, y él me contó que había estado casado y que tenía dos hijos, una niña y un niño, que mantenía una magnífica relación de amistad con su ex-mujer y que los niños se habían quedado con ella, por lo que él iba a menudo a verlos al pueblo, pero que en cuanto él se estabilizase un poco tenían en mente que pasasen temporadas aquí con él. Creo que saber (o creer) que era tan buen padre y que tenía buena relación con su ex-mujer fue lo que determinó que acabase tan profundamente enamorada de él.

Tan sólo unos meses después, cuando finalizó el contrato de alquiler del piso en el que se había instalado, se vino a vivir a mi casa, y si salir con él había sido prácticamente un sueño, convivir con él fue aún mejor: era cariñoso y atento, me cuidaba si me ponía enferma, compartíamos mil aficiones, cocinaba de maravilla y el sexo era increíble. Llegué incluso a conocer a sus hijos, la niña de 3 añitos y el niño de 5, aunque él me presentó como ‘’una amiga’’, algo con lo que yo estuve de acuerdo porque nos parecía precipitado explicar a dos niños tan pequeños que yo era su pareja.

Al año y medio o así de irnos a vivir juntos me quedé embarazada, algo que nos llenó de alegría a ambos.

Poco podía imaginarme yo, sumida como estaba en una nube de ilusiones, que todo cambiaría cuando mi embarazo empezara a complicarse. Él no hacía más que planificar cuál sería la habitación del bebé, buscaba nombres tanto para niño como para niña, fantaseaba con cómo se lo explicaría a sus hijos y cómo les presentaría a su nuevo retoño…y yo, a pesar de que estaba tan ilusionada como él, sentía que me iba consumiendo poco a poco.

Durante los tres primeros meses perdí muchísimo peso y me debilité mucho, por lo que el médico me mandó suplementos vitamínicos, me ajustó la dieta y me prescribió reposo casi absoluto. Y mi pareja, el padre de mi futuro hijo, quien había sido tan tierno y atento conmigo en el pasado, empezó a tratarme como si fuera una carga. Me echaba en cara que no compartiera su entusiasmo y me acusaba de no querer realmente tener un hijo con él. Yo me defendía como podía en mi situación y trataba de explicarle que no era culpa mía, que bastante estaba sufriendo ya, cada dos por tres en el médico y sin poder apenas moverme, sin poder disfrutar de mi embarazo, apagándose como una vela.

Por suerte para mí, tengo una familia maravillosa que me apoyó y me acompañó durante todo el embarazo, y sobre todo, que me dio ánimos para decirle, en cuanto fue recuperando fuerzas, que tenía tantas ganas de ser madre que iba a serlo pero sin él, que le quería fuera de mi vida y de la vida de mi hija y que miedo me daba el tipo de padre que podía ser si había tenido la frialdad de tratarme con semejante desprecio durante un embarazo tan complicado.

Al principio se quedó atónito: no se creía que realmente le estuviera dejando. Después se derrumbó, se echó a llorar y me pidió perdón, suplicándome que le dejase quedarse conmigo y con nuestra bebé. Me mostré impasible, tan impasible como se había mostrado él ante mi sufrimiento durante los meses que peor lo había pasado.

Y entonces me contó toda la verdad.

Me dijo que quería demostrarme que era sincero y que me quería y que por eso mismo iba a contarme algo que debería haberme contado mucho antes: su ex no era su ex, sino que seguía siendo su mujer.

Además de que él se había quedado sin trabajo habían tenido problemas como pareja, y coincidiendo con que a él le había salido un curro temporal en mi ciudad habían decidido que lo mejor era darse un tiempo, que él se mudase aquí durante lo que durase el contrato y que ya verían si se divorciaban o si regresaban juntos. Pero me había conocido y se había enamorado de mí, si bien no tenía del todo claros sus sentimientos respecto a su mujer.

Al final había conseguido un puesto fijo en la empresa en la que estaba cubriendo una baja, y eso fue lo que le llevó a quedarse aquí y a formar una familia conmigo, pero no había encontrado el momento de hablar con su mujer y divorciarse definitivamente.

Yo no podía dar crédito a lo que estaba escuchando, aquello parecía una broma de muy mal gusto cuanto menos. Empecé a agobiarme por todo lo que me había revelado, sinceramente no me sentía capaz de escuchar ni media palabra más, así que le eché, le pedí que se largase y le dije que ya le avisaría para que fuese a recoger sus cosas.

Tras eso, me quedé un buen rato llorando, tratando de digerir el hecho de haber sido engañada durante tanto tiempo, de haber estado a punto de formar una familia con una persona a la que sólo se me ocurre calificar como genuinamente mala. Esa noche llamé a mis padres y me fui a dormir a su casa, pues no quería dormir en una casa en la que aún quedaban tantos recuerdos suyos.

Pasé unos días con mi familia, hablando, desahogándome y recibiendo todo su amor y su apoyo. A él le bloqueé de todas partes, de hecho fue mi hermana quien le avisó por mí para que fuera a recoger todas sus cosas.

Cuando regresé a mi piso sentí que las paredes se derrumbaban sobre mí: los huecos en los que habían estado colgadas sus fotos parecían heridas abiertas. La estantería en la que se amontonaban los libros y los discos aparecía insoportablemente vacía. La propia pintura de las paredes, que habíamos elegido juntos cuando nos dio por redecorar, parecía gritarme que estaba sola, que me habían traicionado de la peor de las maneras.

El eco de su ausencia era ensordecedor.

Por primera vez desde que le había echado de mi vida estuve a punto de llamarle.

Menos mal que no estaba sola. Aquella misma tarde, mi hermana me arrastró de tiendas, me ayudó a elegir nuevos colores, a convertir mi casa en un espacio para mí y para mi bebé. Tanto ella como mis padres se pusieron manos a la obra, y si bien no es que lleváramos a cabo un cambio radical, sí que me ayudaron a resignificar mi hogar, a eliminar las huellas de su presencia.

Unos meses después dimos la bienvenida a mi pequeña Jara, una niña libre y fuerte como la flor de la que lleva el nombre. Una niña sin padre, ya que tampoco ha hecho intención de formar parte de su vida, pero con una familia que la quiere, la cuida y la sostendrá siempre igual que me sostuvo a mí cuando más lo necesité.

 

*Texto redactado por una colaboradora basado en una historia real