¡Al fin, después de tantos años estudiando en la universidad y después para las oposiciones, tenía trabajo!

Me sentía pletórica aunque en realidad no fuera gran cosa: el contrato era por poco tiempo, como interina, y el centro de trabajo estaba en el otro culo de mi región.

Pero, por primera vez, iba a ejercer mi profesión y satisfacer mi vocación como maestra, y eso me hacía sentir tan emocionada y feliz como si me hubiese tocado la lotería.

 

 

Como no tenía sentido ir y venir desde casa todos los días pues, dada la lejanía del sitio, acabaría pasando cerca de tres horas diarias en la carretera, decidí alquilarme una casita en el pueblo durante lo que durase mi sustitución.

Eran otros tiempos y no me resultó difícil encontrar algo aceptable y económico. Así que, al segundo día, ya estaba trasladándome a mi nuevo hogar.

 

Muy ilusionada, empecé a trabajar y a hacerme a mi nueva vida. No me costó acostumbrarme al ritmo de vida del pueblo.

Me gustaba la tranquilidad, el sosiego, la cercanía entre sus habitantes. Estaba encantada con el cambio de gran ciudad a población pequeña.

Y en cuestión de muy pocos días, sentí que todas las miradas se empezaban a fijar demasiado en mí…

 

 

No le di importancia pensando que aquello era natural: se trataba de un sitio pequeño donde todos se conocían, y cualquier recién llegado se convertiría en la novedad y en el blanco de todas las miradas. Vamos, decía yo.

Pero, aún con este razonamiento tranquilizador, algo empezó a chirriarme…

Con el paso de los días, los codazos se hicieron cada vez más evidentes y también las miradas y sonrisas cómplices y suspicaces. Yo no entendía nada y empezaba a sentirme bastante incómoda.

 

 

Me pasaba en cualquier sitio donde fuese, tanto si era en la panadería como en la farmacia como en el bar de la esquina: todos me observaban como si fuera un alienígena.

Es más, también me estaba empezando a dar cuenta de que muchas personas del género masculino trataban de tontear conmigo o me hacían comentarios sexuales fuera del lugar.

Algunas de las mujeres, por el contrario, me miraban con el ceño fruncido, sobre todo las de mayor edad que me escudriñaban de abajo arriba, desaprobadoras.

 

Los padres de mis alumnos y mis propios compañeros del centro fueron los últimos en mostrar comportamientos extraños pero al final, poco a poco, muchos de ellos también lo acabaron haciendo.

Y yo me estaba empezando a volver loca: llevaba tan solo un par de semanas allí y parecía tener problemas para entablar relaciones sociales cordiales, cosa que jamás había sido para mí una dificultad.

No entendía nada de la distancia que sentía de la gente hacia mí, y me estaba empezando a venir abajo…

 

Hasta que, de pronto, un día lo entendí todo:

Una de las pocas compañeras, también interina pero con más antigüedad que yo, con las que había conseguido tener trato en ese tiempo, me pidió muy seria que buscase un hueco para hablar con ella.  Tenía algo muy importante que decirme.

Cuando, intrigada, ya que estaba convencida de que aquello iba a destapar todo el misterio, enfrenté aquella conversación, me quedé patidifusa con lo que me contó tímidamente:

 

 

Se le notaba, a pesar de su amabilidad, un atisbo de vergüenza en los ojos y en el titubeo de su voz cuando me explicó que sus alumnos le habían dicho que todo el mundo me conocía en el pueblo por mis trabajos en el cine X.

Después de mi primera carcajada desde la incredulidad y comprobar, por su reacción, que aquello no era una broma, me apresuré a confirmarle lo que ella ya sospechaba: que aquello no era cierto y que se trataba de un rumor malintencionado.

 

 

Noté perfectamente que me creyó, pero yo ya me quedé preocupada: una vez puesto el San Benito, sería difícil quitarlo por mucho que mi compañera intentase aclararlo y me fuese a defender a partir de entonces, tal y como me había prometido que haría.

Así que no quise dejarlo todo en sus manos. Estaba tan alucinada con la situación y me resultaba tan molesto pensar que todo el pueblo tenía esa creencia absurda, que yo misma me dispuse a preguntar directamente a alguna de las personas hacia las que sentía más confianza y simpatía.

 

Al fin, uno de ellos, aliviado de que yo misma hubiese abierto la caja de Pandora y poder tratar conmigo el tema abiertamente, me intentó convencer de que no pasaba nada, que podía reconocerlo y confesar mi pasado.

Noté que no querían escuchar mi versión básicamente porque la otra les daba una vida y un chisme como el que hacía mucho no tenían, y me aseguró que la mayoría de la gente estaba encantada con tener entre ellos a una estrella porno.

 

 

Esa conversación estaba siendo absurda, era un bucle infinito en el que ni me creía ni me escuchaba y las dos personas decíamos lo mismo una y otra vez…

Y ante mi insistencia y negativa rotunda, acabó buscando en Internet a la susodicha actriz y yo misma lo flipé al verla: era cierto y alucinante su parecido conmigo.

 

 

Yo misma me asusté al reconocerme en esa imagen a primera vista. Menos mal que cuando ampliabas y te fijabas bien en los detalles, era evidente que no se trataba de mí…

En cualquier caso, al fin entendí perfectamente la confusión y me tranquilizó darme cuenta de que el rumor no había sido lanzado por alguna persona mal intencionada sino que habría nacido desde una confusión real y genuina.

 

 

Este chico, al mostrarle las evidencias, se quedó bastante decepcionado…

Pero al mismo tiempo, fue el primero que corrió la voz de la verdad por todo el pueblo y consiguió que se aclarase este asunto.

Y esta historia no acabó tan mal. Desde entonces, mantuve mi popularidad pero sin esa etiqueta.

Todo el mundo me saludaba con aprecio y me quería más que nunca, incluso aquellas viejitas que al principio me miraban sentenciándome y que ahora parecían eternamente agradecidas porque yo fuese una chica normal y corriente.

 

Anónimo

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