Nos conocimos en un curso de creación de guiones. Yo era joven y me encontraba en una especie de año sabático obligado, ya que debía repetir Selectividad para intentar conseguir plaza en la carrera que quería. Como me va la marcha, llené el año de trabajo hostelero de fin de semana y de varios cursos, a la vez que trataba de estudiar. 

Él era mayor, me sacaba 8 o 9 años, y aunque no llegaba a los 30, se me antojaba una diferencia inmensa. Lo veía taaan mayor… pero tenía algo. Era muy distinto a mí: yo era una pringada preadulta, que no había salido de casa, ni casi de su pueblo, sin un duro y sin perspectivas de nada, esperando a entrar en la universidad. Él, licenciado, con un cargo de responsabilidad en una empresa ligada a los museos más importantes del país, viajado, independiente, viviendo solo en el centro de la capital. Y escribía, oh, sí, cómo escribía. Fue ahí donde me di cuenta de cuánto me gustaban los hombres que escriben.

Jose aparecía en cada clase con su traje y su gabardina hasta los pies, se apoyaba en la pared de la entrada y sacaba su libro. Y yo no le quitaba los ojos de encima. Leíamos nuestros relatos en clase y me quedaba embobada con los suyos. Jamás había conocido a un hombre que escribiese. Hombre… qué grande me quedaba esa palabra. Y cuánto morbo guardaba en su interior. 

Nunca hablamos, cero, durante meses. Yo, ultratímida, me refugiaba entre mis letras. El curso terminó y nos intercambiamos los e-mails de todos. Y empecé a recibir mensajes suyos. Ya entonces me había dado cuenta de que se me daba mejor entablar relaciones sociales con una pantalla de por medio, así que aproveché la ocasión. Nada personal, hasta que un día me invitó a quedar por la capital para hacer un café

Hacer un café. Justo en el momento en que estaba tan de moda aquella canción de Miguel Bosé. Y cuanto más intentaba tomármelo como la persona adulta que no era, más se reía mi mejor amiga cuando nos bañábamos en su piscina, mientras me recordaba la letra del famoso tema.

—No puede ser, no lo conozco apenas, pero parece un tío serio… Eres una mal pensada— respondía yo, manteniendo la compostura. 

Para mis adentros, me decía «eres una niña chica y estás pensando demasiado».

Y accedí a hacer aquel café. Quedamos en la estación de tren para ir a la capital al salir él de trabajar. La ciudad… eso también me quedaba grande. Guardé como oro en paño mi billete de ida y vuelta y me metí en la cartera los diez euros que había conseguido ahorrar, no me fueran a hacer falta. Me costaba mantener la conversación con él, aunque intentaba disimular y parecer más sociable y más curtida de lo que era en realidad. Nos fuimos al centro y me llevó a un estudio de grabación. En una sala, se grababa un disco de flamenco. En otra, una mujer lo saludó de manera familiar y me hizo una prueba de lectura para grabar unas audioguías. 

—Pero ¡qué bien lo hace! —comentó la mujer. 

—La podríais contratar—dijo con media sonrisa—, hasta es capaz de borrar el acento. 

Salimos de allí y entró en un supermercado a comprar una botella de vino. Vino… cosas de mayores. Y de repente y casi sin querer…

—Mira, justo aquí arriba está mi piso, ¿te apetece subir y hacer un café?— en mi cabeza, resonaron las risas de mi amiga.

—Vale— respondí tímidamente, mientras peleaba con mi yo interior, que me decía «no seas tonta, la gente mayor vive sola e invita a sus amigos y amigas a tomar café a sus casas; eres una mal pensada». 

Entré en un apartamento pequeño y plagado de libros de arte, así como de cuadros espantosos con rayajos de algún amigo suyo pintor. La ciudad, el estudio de grabación, la gabardina y su olor a perfume posiblemente caro —ya se sabe que los cerdos y las margaritas…—, piso de soltero bien situado, libros y cuadros bohemios. Estaba totalmente abrumada, me parecía ser Paco Martínez Soria en la Puerta del Sol. 

—¿Quieres un café? —negué con la cabeza—. ¿Un té?, ¿un vino? —yo seguía negando y él empezó a torcer el hocico. Me acabó poniendo un zumo, con su respectivo posavasos —un posavasos… dios mío, no había visto uno en la vida— y bien cargado de hielo. El verano estaba avanzando y yo me había vestido de riguroso negro, que era el único color que me daba seguridad, o que al menos escondía mis miedos. Un acierto total con aquellas temperaturas. 

De repente, comenzó a hablar de su novia. 

—Es de Barcelona y trabajaba en la misma empresa que yo. Ha pedido el traslado y se va a venir a vivir conmigo en breve.

«¡Puf, qué alivio! ¿Ves como eres una mal pensada?», refunfuñó mi voz interior. Por fin pude bajar la guardia. Él me miró en silencio, mientras masticaba el hielo de su vaso. 

Y se me tiró encima.

Fueron los segundos más largos de mi vida, fuera de lugar, intentando encajar lo que estaba ocurriendo, y a la vez tratando de no reaccionar como una pava. O salía corriendo y agitando los brazos, o me lanzaba sin paracaídas a ver qué sucedía, y tomé la segunda opción. ¿No me había metido yo solita en todo aquel plan de mayores? Pues ya puestos… a vivir la experiencia completa, que me faltaba mundo, pero no era tonta.

Lo que ocurrió a continuación no sé cómo describirlo. Si yo intentaba tomar la iniciativa o bajarme al pilón, me frenaba. Si lo acariciaba, me frenaba. El señor de la gabardina resultó ser un pedazo de friki —no se me ocurre otro calificativo— que sólo me dejó tocarle el cimbel con las palmas de ambas manos, mientras dirigía mis movimientos. Le faltaba la batuta. Ríanse de Grey y sus 50 sombras, éste tenía lo menos 53. No me dejó salirme del guión, ni improvisar y, por supuesto, no movió un dedo. No me puso una mano encima. No nos comimos ni el entrante, y yo que esperaba el menú completo. Me habían dicho que los maduritos… pero nada de nada. ¿Sería que, si no había meneo, no se consideraban cuernos?

Después de que el señor de la gabardina estallara y me pringara de mala manera, me quedé un rato en silencio, tumbada bocarriba, analizando la experiencia absurda apenas acaecida. «Vaya mojón de mundo adulto», pensé. Miré la hora en la semioscuridad. 

—¡Mierda! Que no llego al último tren.

—Vaya… venga, vamos a movernos —comentó, con la más absoluta parsimonia.

Se levantó a cámara lenta y se vistió con un pantalón bombacho de rayas de mercadillo, unas sandalias de cuero y una camiseta, blanca con escote. Completó el conjunto con enormes bostezos. El señor que me había atraído por su elegancia y su escritura acababa de perder todo el morbo que me había inspirado durante meses. Fue la guinda del pastel de aquella mierda de noche. 

Me acompañó abajo, ya a la carrera. Nos acercamos la parada de taxis que había en la misma plaza y me puso cinco euros en la mano. Me quedé mirándolo sin comprender nada.

—Hale, que te vaya bien, a ver si llegas al tren—no sabía si reír o llorar. Maldito tieso. Me sentí entonces como si me hubiera prostituido y hubiera complacido los deseos más absurdos de un señor raro… ¡y todo por 5 cochinos euros! … encima apaleá.

Estaba tan nerviosa porque creía que iba a perder el último tren que el taxista me preguntó qué me pasaba. Aquel hombre se apiadó de mí y me llevó hasta mi pueblo por pura pena. No es que lo hiciera gratis, tuve que darle los 5 euros del «servicio» y los diez eurillos que llevaba por si acaso. La gracia me costó mis escasos ahorros y un disgusto. Aquella noche aprendí algo: no hay que temer a la diferencia de edad; los gilipollas nacen, crecen y se hacen profesionales con los años. 

Cuidado con los cafés, a veces van cargados de amor, y todo por 5€.