Verano. Madrid. Altas temperaturas.

¿Qué pasa cuando llega el calor? Pues además de que los chicos se enamoran, la gran mayoría de la población cambia de armario; vamos que dejamos a un lado los jerséis gordos y los vaqueros largos para evitar que nos dé un jamacuco (amo esa palabra) en mitad de la acera. Y diréis, ¿a qué viene esta perogrullada? Pues que como tantas de vosotras a mí también me han atacado por cómo vestía, en concreto, viajando en un tren cercanías. 

Me dirigía a una localidad del norte de Madrid y el tren iba bastante vacío, así que ya fue mala suerte coincidir con el señoro rancio de turno en el mismo vagón. Como vi que la próxima parada era la mía me levanté, estando aún el tren en marcha, para ponerme lo más cerca posible de la puerta, pero sin entorpecer el paso a nadie. Llamadme rara, pero la idea de que se pase la parada o equivocarme y acabar, de repente, en Buitrago de Lozoya me produce un poquito de ansiedad.

Insisto en lo de que me posicioné de manera que no interrumpiera el paso, porque ese argumento fue el que alegó el señoro rancio para dirigirse a mí.

Lo tenía enfrente y llevaba un rato mirándome. Pero no mirándome normal, sino tipo radiografía, que es algo que detesto. Como os decía, era verano, así que mi outfit venía a ser más o menos: pantalón de lino de talle alto, largo y de color clarito; top enseñando el ombligo, zapatillas de deporte y pelo recogido en moño chungo de “no me ha dado tiempo a lavarme el pelo” con mechones sueltos.

¿Por qué suelto semejante retahíla? Pues porque, aunque nuestra forma de vestir jamás justifica ningún tipo de agresión, quería dejar claro que no llevaba nada que socialmente esté catalogado como ofensivo. Mi estética no hacía alusión a ningún tipo de ideología ni llevaba símbolos a la vista que pudieran generar odio, por eso me molestó aún más que se acercara a mí de malos modos y me dijera “Apártate, apártate” con desprecio.

Entre que había una distancia importante entre los dos y que el señor, a pesar de su edad, se movía ágilmente, dudé que se refiera a mí, así que mi acto reflejo fue el de girar la cabeza para tratar de averiguar a quién se dirigía. El señor, en su mismo tono hostil, me dijo:

― Es a ti. Sí, tú, empoderada. La de las transparencias.

Me quedé a cuadros, no sabía cómo reaccionar. Ahora en la distancia me doy cuenta de que si, en lugar de un señor mayor hubiera sido un chaval, me habría nacido defenderme en el acto y, muy posiblemente, habría sacado mi lado más borde. Pero, al tratarse de una persona mayor, supongo que mi instinto se frenó, porque tengo muy interiorizado el respeto y el cuidado a los mayores.

Me moví como dos milímetros para que el señor se agarrase justo donde él quería, porque sitio tenía de sobra, y se conformó de mala gana. Seguía resoplando y mirando mi pantalón de lino con gesto de desaprobación.

Cuando por fin se detuvo el tren, me bajé la primera rápidamente para quitarme de en medio cuanto antes. A mis espaldas pude oír al señoro soltando una retahíla que fue algo más o menos del tipo: “Eso es, muy empoderadas, mucho vestirse como fulanas y manifestarse, pero las mujeres de antes te ayudaban, se desvivían. Las fulanas estas solo quieren vivir del cuento y destrozarles la vida a sus maridos…” 

Por lo visto yo era ese prototipo de fulana-empoderada según aquel señor.

No lo conozco de nada y sé cuál habrá podido ser su situación personal para crearse esa visión de las feministas, pero desde luego tiene un problema gordo de prejuicios a muy diferentes niveles y dudo que cambie a estas alturas de su vida. Por otro lado, en ningún momento me pareció que necesitara ayuda de ningún tipo, de haber sido así, con habérmelo pedido lo habría atendido con todo el cariño del mundo. Ese es otro melón interesante de abrir: la gente que da por hecho que le lees la mente y debes anteponerte a sus necesidades.

Pero bueno, de esta historia me quedo con que hay mucha gente carca por ahí y que desde entonces tengo la coña con unas amigas de que soy la fulana-empoderada.

Ele Mandarina