Sí, chicas, me meé en un avión, pero no precisamente en el váter, no… me meé encima recién despegada.

Planifiqué una pedazo de ruta europea por 12€. Sí, literalmente 12€, sin letra pequeña. Hubo una época en la que Ratanair era barato, mucho antes de que cobrasen hasta por respirar. Encontrabas vuelos por 10€, ¡e incluso por 1€! De hecho, no fue la única vez que volé por 1€. Quién lo pillara ahora…

Que me desvío. Tenía una buena amiga viviendo en Londres y encontré un billete para ir a Londres por 1 eurito, y encima el alojamiento gratis, ¡el sueño de toda tiesa! Y me dije… «¿por qué no me doy una vueltecita por Italia para ver a algunos amigos que también pueden alojarme?». Y allá que encontré otro vuelo de Londres a Génova por otro eurito. La vuelta habría podido salir redonda, pero tuve que subir el presupuesto hasta… ¡10€! Eso me dolió, estuvo a punto de ser perfecto.

Tras unos días en Londres, donde nunca antes había estado, y que disfruté como una enana, emprendí el viaje a Italia. El vuelo llevaba retraso y yo me pongo muy nerviosa cuando estoy en la cola del embarque —y antes, y después, para qué engañarnos—, así que no me quería mover de allí. Además, yendo sola, perdería mi sitio en la cola.

Para quienes no lleven muchos años volando con Ratanair, era recomendable ponerte en la cola porque, si cuando entrabas en cabina, ya no había sitio para colocar tu maleta, te la metían en la bodega —la maleta, mal pensadas—. Así que ponerte en cola era la forma de no perder de vista tus pertenencias. Lo malo es que la gente siempre ha sido muy angustias —sólo hay que pensar en el confinamiento y el papel higiénico— y se ponía de pie dos horas antes del embarque.

En fin, que allí estaba yo viendo pasar el tiempo y pensando «dios mío, a ver si entramos y despegamos ya, que mi vejiga ya a vaso medio lleno».

Para cuando subimos en el avión, yo ya sudaba pis y andaba con la vista nublada, pero estaba prohibido ir al servicio hasta que despegásemos y se quitasen las señales de los cinturones y todo eso que te indican y a lo que no le prestas atención. Sobre todo, si tu vejiga ha crecido tanto que te llega al pecho y te inunda el corazón.

Casi pierdo el conocimiento de tanto aguantar, ¿alguna vez habéis aguantado tanto que no os atrevierais ni a moveros, no os fuerais a derramar? Esas cosquillas que te recorren la barriga y ya no sabes ni qué significa. Pues en ese punto me encontraba ya cuando despegamos, y no digo cómo iba de borracha cuando por fin se apagaron las dichosas luces de los paneles superiores y me pude levantar. Me faltaba flotar, pero literalmente, porque no podía ni andar.

Conseguí llegar al minúsculo servicio a duras penas, me bajé el pantalón rauda y veloz y me puse en la típica posición que adoptamos las tías para mear en un váter público, como si aquello tuviera cuchillas oxidadas.

Y se produjo el drama.

No me había dado cuenta, con las prisas, de que la tapa estaba BAJADA. Sí, señoras y señores, bajada del todo, porque claro, acabábamos de despegar… pero de eso sólo me di cuenta cuando noté el chorro de pis caliente cayendo a toda pastilla por mis piernas. Cientos de litros sin poder parar, de tanto tiempo que llevaba apretando. Era como si estuviese viendo la tragedia, con lagrimillas en los ojos, sin poder hacer nada por evitarla. Ni Kegel ni Kegal, ahí no había nada que hacer.

Cuando la vejiga estuvo un poco más vacía, pero aún con ganas, recuperé un poco de dignidad, levanté la tapa y seguí. Sí, así iba yo de llena.

Pero ¿sabéis qué pasó, para darle aún más dramatismo al asunto? Recordáis que los billetes me salieron insultantemente tirados, ¿verdad? Pues añadí una maletita facturada para poder traerme de vuelta no sólo un puñado de libros, sino también comidas y líquidos, que en cabina no se podían llevar. En aquella época, también salía por pocos euros. ¿Y cuál es el drama? Pues que había facturado toda la ropa, no tenía ni unas bragas, sólo me había quedado con algunas cosas más frágiles o de más valor.

Y así fue como salí del baño y dejé todo el suelo encharcado, me dirigí a mi asiento y, como si la cosa no fuera conmigo, me senté toda empapada. El destino quiso que ese día llevara unos pantalones negros, así que pude disimular. Pero la cara del pobre vecino cuando me olió y me tuvo que soportar durante más de dos horas… eso era insalvable. 

Para cuando llegué a Génova y pude recoger la maleta, el pantalón se me había secado —aunque los zapatos no tanto— y yo tenía que apestar todavía más que antes, pero se me habían quitado las ganas de vivir. Se había hecho tarde y el evento me había robado las ganas de pasearme por la ciudad. Directamente, fui a la estación y cogí un tren hacia mi destino real, que era Turín.

Al llegar al albergue, lo primero que hice fue usar la lavadora. Ya que tenía que pagar, metí toda la ropa junta, para aprovechar. Tardó muchísimo en terminar, y yo andaba en pijama de acá para allá. Ya había podido ducharme, mientras tanto. Bajé a poner la secadora y ¡oh, se me coló una muchacha! Así que tuve que esperar más de una hora para poder usarla, y otra hora y pico para secar mi ropa.

Resultado: una gran meada —ni siquiera una cagada— hizo que me perdiera Génova y que no pudiera salir a la calle en Turín hasta las 11 de la noche. Había quedado con un conocido y llevaba horas esperándome, pero ¿cómo explicarle todo aquello?

No os perdáis lo que me pasó después, os lo conté hace poco por aquí.

Desde aquel día, nunca he vuelto a viajar sin llevar una muda en el equipaje de mano. Uno podría pensar que es por si tu maleta acaba en otro aeropuerto del mundo, pero no: también puede ser que acabes meada hasta las trancas.

Helena con H