Roberto (nombre ficticio) y yo habíamos estado chateando durante mucho tiempo. ¿Recordáis Badoo? Qué época, chicas. Bueno, que me lío. Llevábamos hablando días, semanas, meses. Años incluso. No de manera continuada, pero sí con cierta frecuencia. Eran muchos los kilómetros que nos separaban y, por una cosa o por otra, no lográbamos coincidir y/o ponernos de acuerdo.

En aquella época, yo andaba de aquí para allá y pasaba temporadas en Italia. Una vez llegó a venir por trabajo a la misma ciudad en la que yo me encontraba, pero llegué tarde a la cita y se había ido, ¡se había ido! Habíamos quedado en una calle muy céntrica, pero no pude presentarme a la hora acordada. Al no encontrarlo, me quedé esperando y esperando… hasta que no le vi sentido. Se me agotó la paciencia, le escribí y me acabé yendo. ¿Me había dado plantón? Hasta una hora más tarde no me respondió que se había marchado, sin más explicaciones. Comprendo que, quizá, no quisiera andar esperando a una desconocida en la calle como un cualquiera… pero joder, podría haberme dicho algo. Dejamos de hablar a partir de ese momento.

Mujer con cara de extrañada y sorprendida.

Mucho tiempo después, retomamos el contacto. No éramos grandes amigos, pero me caía bien, era un tipo muy interesante. Le comenté que estaría de viaje por su zona unos días y, casualmente, iba a pasar por su ciudad. Estaría una sola noche. Insistió muchísimo en verme, aunque yo no lo tenía tan claro. Al final, me convenció, ¿qué daño podría hacerme una cena, después de todo?

Me recogió para ir a cenar. Un lunes por la noche, ya tarde… tuvimos suerte y encontramos un restaurante muy tranquilo. Y tanto, quién iba a seguir en la calle entre semana a esa hora, que eso no era España… De cómo llegué tarde también esa vez, hablaré en otro capítulo. Al terminar de cenar, me propuso ir a un mirador para observar la ciudad desde lo alto. Yo ya conocía la excusa del mirador —de esto también hablaré en otro capítulo —, pero la verdad es que siempre me encantó ver las ciudades desde ángulos inalcanzables.

Pareja a punto de besarse en un mirador de noche.

Llegados allí, me comentó los puntos más importantes de su ciudad y, acto seguido, sin perder el tiempo, empezó a besarme desesperadamente… que no apasionadamente. No diré que no se me hubiera pasado por la cabeza, pero la verdad es que me pillaron por sorpresa las prisas y el ímpetu. Yo no sabía qué hacer con tanta lengua y tanto meneo.

El muchacho me atraía, así que respondí a los besos, seguidos de algunas caricias. Nada del otro mundo, nos tocamos un poco por encima de la ropa. Rápidamente, noté cómo se aceleraba… parecía un niño con un subidón de azúcar. Empecé a marearme, no alcanzaba a cogerle el ritmo ni a hacer que él se adaptase al mío. Decidí tomar la iniciativa entonces, a ver si así se estaba quietecito. Bajé la mano derecha por su pecho hasta llegar a la cinturilla de sus vaqueros e introduje los dedos por dentro de su ropa sutilmente, buscando acariciar su piel y caldear un poco el ambiente, pero sin tantas prisas.

De repente, emitió un sonido. Una especie de jadeo, o gruñido, no sabría cómo describirlo. Sentí entonces que mis dedos se mojaban. No, no podía ser. Aquello estaba caliente y viscoso. Pero… pero si ni siquiera le había abierto el pantalón. No hice nada. N A D A. No me dio tiempo. Me separé un poco, desconcertada, sin saber muy bien qué hacer y con la mano pringada —como lo que era yo en ese momento —.

Bote de pegamento derramándose.

Roberto, lejos de soltar el típico «esto no me había pasado nunca», sólo esbozó una sonrisa nerviosa, se apartó de mí y me dijo que lo había pasado muy bien. Me dio las gracias —las gracias… —y me llevó de vuelta al lugar en el que me alojaba esa noche. No, tampoco hizo amago de seguir en el coche o me preguntó si podía subir o… yo qué sé.

Porque coño, una es comprensiva, pero lo mínimo es que si te pasa tengas la decencia de usar otras dotes para hacer disfrutar a la otra persona, ¿no?

Me bajé del coche y me quedé en la calle, con cara de interrogación, preguntándome si aquello había sido real. Fue entonces cuando se ganó el apodo. Roberto, desde aquel momento, se llama «Yatá».