Yo hasta hace poco llevaba la vida de cualquier estudiante de 20 y pico años. Trabajar, ir a clases del máster, y los fines de semana salir un poco por ahí, sin grandes desfases tampoco.
Siempre con mis amigas y con poca intención de formalizarme con ningún tío, por falta de ganas más que otra cosa y porque se está muy bien sola. Tenía mis ligues, mi tinder, y entre unas cosas y otras no me puedo quejar, que no me ha faltado compañía cuando la he requerido.
Esta parte siempre la he llevado un poco en privado porque mi familia es un poco conservadora y no ven con buenos ojos eso de que las muchachas se diviertan igual que los muchachos, así de claro. Yo les respeto porque les entiendo, aunque tengan ideas un poco antiguas, y porque son muy buena gente.
En una de estas conocí a mi actual pareja, Miguel. ¿Que cómo llegó a ser mi actual pareja si yo no tenía interés en relaciones formales? Porque cuando llega llega, diría yo. Ni esperado, ni calculado, ni nada.
Empezamos a quedar, compaginando nuestras citas con otras muchas (por su parte y por la mía y todos de acuerdo), pero así como el resto de ligues iban cambiando, Miguel y yo seguíamos queriendo quedar, y cada vez más. Mientras con las otras personas ya no teníamos nada que decir después de dos o tres veces que quedábamos, con Miguel era todo lo contrario, cada vez molaba más. Se nos fue abriendo un mundo a los dos, y dejamos de querer estar con otras personas. Esa sensación se me hizo brutal, nunca había sentido nada igual, y a él le pasaba igual.
Pero de pronto me quedé embarazada. Al hacerme la prueba y dar positivo, no tuve duda de que era de Miguel, por algo muy claro: solo había mantenido relaciones sin protección con él. Nos habíamos dejado llevar, que si yo controlo la marcha atrás, que si se me acaba de terminar la regla, pero nada: embarazadísima que estaba.
Y de ahí fui cuesta abajo durante las semanas siguientes. Me había imaginado esta situación un millón de veces en mi cabeza y nunca había tenido la menor duda de que abortaría, pero al darse la situación, no me veía capaz. No sabía por qué. Si quizá mi familia me había inculcado sus valores con más fuerza de lo que yo pensaba, o si me había llegado el momento de ser madre así, de repente y sin aviso alguno.
Pero lo tuve claro desde el principio: yo iba a seguir adelante con mi embarazo.
Hablé con Miguel, y fui muy honesta. La decisión era enteramente mía y aceptaba que él no quisiera tener nada que ver (a ningún nivel) con el bebé, pero le pedía por favor que respetara mi deseo de no abortar, porque no se trataba de un tema cualquiera y yo lo había pensado muy bien. Su respuesta fue adorable. Él dijo que adelante, que más allá de a dónde fuera lo nuestro como pareja, él estaba dispuesto a hacerse cargo de un hijo suyo, no solo económicamente, sino en todos los demás aspectos.
Casi me lo como, no me lo esperaba en absoluto. Pero añadió algo que me dejó helada: quería una prueba de paternidad que le diera la seguridad de que era suyo. Yo le juré y perjuré que no podía ser de nadie más, por propia ciencia, vaya, pero él me dijo que eso era la única condición que ponía él para seguir adelante con toda la fuerza y todas las ganas que se requerían.
Obviamente, no tuve ningún problema en hacerlo, pero leí que era más seguro hacerlo una vez el bebé hubiera nacido, así que había que esperar hasta el final. Miguel decidió, durante el embarazo y hasta el parto, comportarse como si fuera él el padre, porque de lo contrario era una situación muy extraña.
Nació Mario, mi bebé, y todos los problemas y todas las angustias del embarazo se esfumaron. Sólo teníamos ojos para él. Aún así, Miguel no tardó en recordarme que hiciéramos la prueba cuanto antes y así lo hicimos.
El resultado me dejó a mí absolutamente congelada. El bebé no era de Miguel.
Todavía no me explico cómo pudo suceder, lo juro. Sospeché que me hubiera engañado alguien (y se hubiera quitado el preservativo sin darme yo cuenta), pero no me entraba en la cabeza cómo puede ocurrir eso sin sentirlo una misma. Me vine muy abajo y estuve muy muy mal durante unas semanas, pero al final tuve que salir del agujero por mi bebé, y decidí no indagar acerca del padre.
A riesgo de que fuera una mala persona y de que hubiera cometido un abuso contra mí, decidí no buscarlo, y darme por madre soltera.
Miguel necesitó su tiempo, pero al final decidió que lo criaría como hijo suyo, y así está siendo, de hecho nadie más sabe que no lo es.
Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real de una lectora.