Mi abuelo ha sido siempre un hombre corpulento que, con la edad y los achaques, se ha ido redondeando cada vez más y, salvo algún complejo puntual y pasajero, nunca ha dejado de disfrutar con la comida.

De todas las personas que he conocido es de las que creo que tiene mejor relación con su corporalidad. Se acepta, se quiere y se ha tomado en serio lo del ejercicio hasta que su falta de movilidad lo ha relegado a paseos cortos acompañado del bastón. Le gusta comer y come sin privarse, pero tampoco cae en excesos ni abusa de procesados ni bebe alcohol. Bueno, solo en ocasiones especiales.

En las Navidades es el que mejor se lo pasa, probando de cada plato, los turrones, los bombones, el cafelito con su mantecado para acompañar. Y alguna vez, como todos, se ha colado, y la vesícula se lo hizo pagar duramente, pero tan solo fue un susto y ahora está estupendo. Lo orgulloso que me decía por teléfono: “El médico me ha dicho que me puedo comer un huevo frito… y me lo voy a comer”. 

Igual que acepta su cuerpo, acepta el de todos los que le rodean. Nunca lo oigo criticar a nadie de si está más gordo o más flaco, tan solo con quien de verdad le es cercano le pregunta desde la preocupación cuando nos nota un cambio más severo. En mi infancia fue, sin dudas, la persona que más se esmeró por hacerme sentir guapa y a gusto con mi físico. La de veces que me habrá piropeado cuando me veía embajonada porque alguna prenda ya no me valía o porque, simplemente, nunca soporté mis muslos. “Tienes carnes, igual que yo, ¿y qué? ¿Acaso es algo malo? Eres una muñeca”. 

Manolo no es amigo de las dietas. Siempre intentó hacerme cómplice cuando compraba dulces o helados. Donde otros encontrarían desagrado en mis michelines, él me veía como una sirenita jugando en la orilla; veía belleza en mis carnes desparramadas al comerme el bocata en la sombrilla. Yo lo veía a él, desparramado también, y veía un cuerpo como a otro cualquiera. Hasta que alguien no le señala a un niño que ser gordo es algo malo no lo piensa.

Si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a donde esté Manolo. Si la sudadera del chándal le aprieta, se la deja desabrochada y aquí paz y después gloria. Si el pantalón ya no le huelga, saca un cuchillo, unas tijeras o cualquier otra suerte de herramienta, y le hace un nuevo agujero en un suspiro; ni te enteras. El problema, para él, no son los kilos, los kilos son solo números pintados en la báscula para hacerte sentir mal si un día te comiste cinco dátiles como cinco soles para merendar. El problema es la importancia que le damos los demás a esos kilos “de más”, que saben como a derrota. 

Con la edad he aprendido a apreciar la filosofía de mi abuelo que, aunque a veces haga aguas, porque nadie es perfecto, tiene de bonito que te hace sentir en paz con tu cuerpo sin necesidad de privarte de un huevo frito. 

 

Ele Mandarina