navidades locas familia

 

O sea, socorro. Yo todavía no me he acostumbrado a la idea de que me faltan muchos meses para volver a ir a la playa y living la vida en chanclas y me han tirado encima la Navidad. Yo no la he pedido, ni ella ha llegado: a mí la Navidad me la tiran encima, y me quedo con esta cara mía de conejillo en la autopista frente a un camión, que no sé dónde meterme pa que no me aplaste.

A ver, he de reconocer que yo, desde que tengo churumbeles, pues vuelve a haber cosas que me gustan de la Navidad, eso es cierto. Pero no es menos cierto que casi todo lo que me gusta se da en el interior de las cuatro confortables paredes de mi casa, porque lo que es de puertas pa’fuera, me cago en todo, esto es un sindiós que me lleva los nervios.

¿Qué pasa con las luces, titis? A mí las luces ni me molestan ni me entusiasman: están ahí, mu bien. Pero la gente me tiene hasta el pirri con las luces, todo el mundo quejándose, que pa unos siempre son pocas y pa otros siempre hay demasiadas. «Es que es un despilfarro y mejor lo gastaban en otras cosas». «Es que vaya ruina de luces, que el año pasado había más, no parece ni Navidad». Y al final yo me quedo ahí mirando el arbolico de la plaza de Correos (que en realidad parece un cucurucho de helao, pero vamos a dejarlo estar) ahí, enhiesto, como un enorme falo lleno de lucecitas de colores, como un gigantesco pene decorado y me da la risa floja («jijiji, pito») y luego, claro, ando nerviosa mirando alrededor, no vaya a ser que alguien me vea sonreír mirando al pito árbol y piense que me gusta o algo.

¿Y los coches? Vamos a ver, ¿pero yo qué coño he hecho tan malvado para merecerme estos atascos? Yo solo quiero ir a casa de mi madre a por mi táper de torrijas (porque comer torrijas solo en carnaval es de losers) y claro, mi madre es una señora mayor que vive en un barrio lo que viene siendo normal, de estos con tiendas y carreteras, y si de normal no hay quien aparque llega diciembre y esto es el acabose. Yo a los cuarenta minutos ya estoy pensando si es que la gente no tiene casa o qué, que está todo el mundo paseando en coche por el barrio de mi madre.

La pescadera. La pescadera se cree que yo en noviembre soy una persona normal (“normal”) y que en cuanto pasamos el puente de la Constitución me vuelvo gilipollas, porque yo te vi que la pescadilla la tenías a nueve euros el kilo la semana pasada, Paqui, y me la estás cascando a casi veinte esta semana. «Is qui li ifirti i li dimindi». Pero vamos a ver, Paqui, ¿que esta semana están en peligro de extinción las pescadillas o qué coño me estás contando? Que tengo a los niños sin comer pescao desde hace dos semanas, no me jodas, que me abocas a darles fritanga congelada, copón, y luego me siento culpable.

Así me haces sentir, Paqui. ASÍ.
Así me haces sentir, Paqui. ASÍ.

Y eso sin hablar aún del buzoneo de los hipermercados. El PUTO buzoneo de los hipermercados. En todos, TODOS los buzones de publicidad de todos los portales de todas las calles: cienes y cienes de catálogos de juguetes. Yo voy con los niños a la calle, salimos del punto A y cuando llegamos al punto B llevan treinta kilos de papel en las manos y ya tienen mentalmente anotados veintisiete juguetes cada uno. Juguetes cuya existencia no conocían hasta esta tarde, pero que ahora NECESITAN, porque está claro que he cometido unos gravísimos errores como madre para que  me salgan así de consumistas como, sacarlos a la calle sin taparles la cabeza con una bolsa de papel en pleno mes de diciembre. No tengo perdón.

¿Has dicho JUGUETES?

¿Sabéis qué es lo que me hace falta? Organizarme. Yo creo que si el año que viene consigo centrarme, en cuanto vea el primer panettone en el Mercadona ya compro turrones, juguetes, adornos, agua y víveres para encerrarme en casa en plan búnker con toda la family, como en un holocausto nuclear, y no me veis asomar la nariz hasta que pase Reyes, así me quede sin ver el pito luminoso de la plaza de Correos.

Que las luces de Navidad pase, pero las rebajas no me las pierdo.

 

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