Siempre he pensado que es una maldición: esa mala suerte que me persigue cuando voy de compras. ¿Nunca te ha pasado?

Pasar por un escaparate, ver ese vestido fantástico y cuando entras, justo tu talla es la única que no queda.

Te pruebas la siguiente talla, y pareces un saco de patatas, te pruebas la anterior, y estás a punto de explotar. Por no decir las veces que he pensado morir asfixiada en un vestido que no me podía quitar sin dislocarme el hombro.

Pero da igual, has encontrado la camiseta perfecta, ¡hasta te imaginas con ella por la calle!, y te la vas a comprar, hasta que en el camino a la caja descubres ese agujero minúsculo que puede convertirse en enorme cuando te la pongas. Obviamente es la última.

O esa blusa blanca ibicenca que queda estupenda en verano con tu piel morenita, pero que tiene una mancha enorme de maquillaje en un punto estratégico.

La dependienta te mira el mismo vestido/camiseta/blusa en las tropecientas tiendas de tu ciudad y claro, tampoco quedan. O quizás, sí, queda en aquella tienda de una ciudad a 60 kilómetros.

Así que entras en el maravilloso mundo de internet donde justo el modelo que te gusta sólo tiene dos tallas disponibles, y como por arte de magia, ninguna es la tuya. O sí, sí que queda, pero en ese color horroroso que parece un chaleco reflectante.

Y una página te lleva a otra, y a otra, y a otra, donde llegas a comprarte un vestido que parece muy bonito en la foto, pero con el que cualquier parecido con la realidad es pura ficción. De hecho, siempre pensé que ese tejido era tan raro que podía ser inflamable.

No nos olvidemos de aquellos pantalones que te quedaban bien en la tienda y que terminan siendo “crujientes”, al empezar a romperse al sentarte o al hacer cualquier movimiento.

Y si… a veces tengo aquel golpe de suerte, y encuentro el modelo perfecto, en mi talla, y que me queda estupendo, así que decido aprovechar y comprármelo en varios colores, porque nunca se sabe cuándo volveré a tener esa suerte.

 

Miriam Gonzalo