Sucedió durante mi gira por Estados Unidos. Trabajo como comercial para una empresa española que busca expandir su producto en territorio americano. Este último año, las exigencias laborales me han llevado a pasar más tiempo fuera de casa del que me gustaría, y nos obligaron a mi novio y a mí a mantener una relación a distancia que nunca planeamos ni deseamos, pero que la realidad nos impuso. En este contexto, la tecnología se convirtió en nuestra mayor aliada: nos ayudó a sostener esa complicidad que nos unía, aunque a veces se quedaba corta cuando intentamos reavivar una pasión que, inevitablemente, se enfrió con la distancia.

El amor a distancia y la virtualidad como refugio

Debo confesar que, al principio, me sentía reacia a mantener relaciones sexuales virtuales. No me iba a la guerra, solo estaría fuera unas semanas y luego recuperaríamos el tiempo perdido. Para mí era suficiente. Sabía que el proyecto tenía un final, que sería un año complicado, pero confiaba en que poco a poco todo volvería a la normalidad cuando la empresa cerrara los acuerdos.

Sin embargo, para mi pareja no era suficiente. Sentía que aquello se le quedaba corto y, de algún modo, me vi presionada a dar pasos para los que no me sentía del todo preparada. Lo hice, lo admito, y hoy lo reconozco públicamente: nadie —ni hombre ni mujer— debería ceder en ninguna situación, sea del tipo que sea, sin sentirse realmente seguro.

Él era mi primera relación seria. Me veía con él para toda la vida, y la sola idea de perderle por “mi culpa”, por mi trabajo, me torturaba.

Empezamos con mensajes subidos de tono, algo de tonteo y fotos sugerentes, aunque siempre evitando mostrar zonas íntimas o nuestros rostros. A veces hacíamos videollamadas, pero la diferencia horaria complicaba bastante las cosas. Cuando uno estaba listo para intimar, el otro podía estar trabajando, descansando o simplemente en otra sintonía, según el huso horario del estado en el que me encontrara. Por eso, mucho contenido acababa siendo “en diferido”.

 

Él empezó dejándome “material” para mis ratos a solas que reconozco que nunca usé. Insisto: yo no lo necesitaba. Pero él sí. Él lo pedía. Exigía imágenes de día, de noche, a cualquier hora y en cualquier lugar, sin importar las circunstancias. Y yo, bueno, iba cediendo. Al principio con mucha cautela: todo lo enviaba por Telegram, configurando las fotos para una sola visualización. Pero con el tiempo, la rutina me absorbió y empecé a ser más espontánea, menos cuidadosa con la seguridad.

Hasta que llegó el día de la cagada

La traición que lo cambió todo

No os he contado que trabajamos en la misma empresa, en departamentos diferentes. Fue un compañero al que no conocía de nada quien me buscó a través de la red de contactos interna para avisarme de lo que había pasado. Debido a la diferencia horaria, yo no me había dado cuenta de las horas que mi foto desnuda había estado subida en su estado de WhatsApp. Horas que, al parecer, fueron muchas, porque la repercusión fue descomunal.

Aunque la imagen ya no estaba disponible, algún desalmado la había capturado y, sin ningún pudor, empezó a viralizarla. En cuestión de poco tiempo, miles de empleados de mi empresa, desde España hasta Perú, tenían en sus móviles mi fotografía desnuda. Incluido mi jefe.

Su llamada fue breve, seca. Me pidió que regresara a España ipso facto y me sacó del proyecto por “falta de profesionalidad”. Recuerdo quedarme muda, sosteniendo el teléfono con la garganta cerrada, como si me hubieran arrancado el aire. La vergüenza me consumía, mezclada con una rabia que no sabía hacia dónde dirigir. Sentía que todo mi trabajo, mi esfuerzo por llegar hasta allí, se desmoronaba en cuestión de segundos.

Me sentía humillada. Expuesta. Una traición como esa —convertirme en un chisme de oficina internacional— me hizo sentir vulnerable, diminuta, como si mi valor se redujera a esa imagen. En ese instante, mi carrera dejó de importar y solo podía pensar en cómo todos me estaban mirando, juzgando, incluso aquellos que ni me conocían. ¿Cómo se vuelve a caminar con la cabeza alta después de algo así?

El miedo a que la sombra vuelva

Mi novio —ahora ex— me juró que fue sin querer. Que no sabe cómo pudo pasar, que no lo hizo de manera intencionada. Pero su reacción fue casi peor que el “error” en sí. “Jaja, no seas exagerada, no es para tanto”, me soltó con una ligereza que me hizo hervir la sangre. Para él, perder mi proyecto y convertirme en la comidilla de toda la empresa no era “tanto”. Para él, mi humillación era una nimiedad.

Ese día lo dejé a él y también el trabajo. Cerré la puerta detrás de mí, pero no a la sensación de miedo que todavía me persigue. Estoy intentando rehacer mi vida, reconstruirme lejos de todo aquello, pero el fantasma de esa anécdota sigue acechándome. Temo el día en que alguien, con la misma crueldad o la misma estupidez, vuelva a usarlo para hundirme. Porque no importa lo lejos que me vaya: cuando algo así ocurre, siempre queda la sombra de lo que fuiste para otros, aunque jamás hayas sido eso.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.