Esta es la historia de una buena moza que, habiendo hecho muchas cosas en esta vida y habiendo catado muchos placeres en sus carnes, llegaba peligrosamente a la treintena sin saber qué era eso de regalarle su flor a un maromo. Sí, querida, lees bien. Rozando los 30 y sin llegar a echar un completito jamás de los jamases. 

Un buen día, dicha moza decide que ya está bien, oye. Habiendo un buen muchacho, amigo de infancia disponible, pues allá que me embarco yo en la aventura. 

Quedamos un sábado en su casa libre de padres (porque tenemos una edad, pero no dinero para eso de la independencia). Y nos ponemos al lío. Que si te como toda. Que si te como entero. Que si dedos por aquí, dedos por allá. Él, encantado de darme lo mío y lo de mi prima. Yo, gozando lo más grande. 

Y llega el momentazo. Cuando ya me ha quitado todas las telarañas del parrús con los dedos, muy educadamente me pregunta si estoy preparada. Respondo con un rotundo sí. 

Nos ponemos la gomita, se me coloca encima y me dice que ya. Yo le digo que nanai. Él me dice que ahora sí. Efectivamente, parece que sí. Qué gustazo… 

Unos 20 segundos después (de nuevo lees bien, segundos), el buen muchacho para en seco. La buena moza sufre un mini infarto. El buen muchacho se incorpora y la buena moza intenta recuperar la postura. Cuando ya estoy en una posición medianamente normal, la siguiente imagen ante mis ojos era la siguiente: el buen muchacho se mira las manos abiertas y manchadas/mojadas de no quiero saber qué. Y la gomita no está. 

Para que puedas entenderme, en ese momento, su cara decía: 

  • Tengo ante mis ojos la fórmula matemática que demuestra la existencia de Dios. Pero soy de letras puras. Horror, no entiendo nada… 

Mi cara decía: 

  • ¿¿¿PERO QUÉ PUÑETAS HA PASADO AQUÍ??? 

De hecho, lo decía mi cara, lo decía mi mente  y lo decía mi boca mientras me debatía entre hiperventilar o echar hasta la primera papilla. 

Casi 30 años de espera para acabar un polvo con una discusión sobre en qué momento la gomita dejó de enfundar un pito y qué se suponía que tenía en las manos. 

Os podéis imaginar todo lo que vino después: ansiedad por las nubes, pruebas de embarazo, visitas médicas, cierre indefinido de piernas… Y seguro que piensas que, tras esta experiencia, lo he pasado fatal. Pero si me acompañas en siguientes artículos, prometo que te sorprenderás…

 

Mía Sekhmet