Mis absurdos complejos: el vello de la cara y mi ausencia de vello en la cejas

 

Existen complejos con los que «naces» y otros que te adjudica el tiempo. 

A ver, realmente no nacemos con ninguno, sino que esta sociedad nos hace acomplejarnos por cosas que realmente no se sabe de dónde vienen ni por qué, siendo uno de los mayores estigmas el vello corporal (en el caso de la mujer).

La cuestión es que, si eres mujer, siempre te sobra o te falta pelo en alguna zona. Porque no es «normal» tener pelo en los brazos, en el escote, en la barriga o, como es mi caso, en la cara; pero tampoco es normal tener las cejas medio calvas o con vello suave, clarito y disperso.

No es que yo no tenga pelos en los brazos, escote y barriga (que también) pero, menos mal, estos no han supuesto un motivo de complejo hasta la fecha. Por el contrario, los de la cara siempre han supuesto un tema algo tabú porque, bien lo sabemos todos, las mujeres «de verdad» no tenemos barba.

Por suerte o por desgracia, mi barba de mujer debe ser hereditaria, dado que mis niveles hormonales son normales, no tengo ovarios poliquísticos, ni problemas de tiroides, ni nada por el estilo. Porque, sí, queridas amigas, he llegado a investigar mucho y hacerme pruebas de todo tipo para intentar averiguar el porqué de mi vello facial, sin llegar a pensar hasta hace relativamente poco que, simplemente, soy así y he nacido así.

La verdad es que nunca se metieron conmigo por ser peluda, y mira que he sufrido bullying, pero supongo que había características de mi anatomía más destacables que los cuatro pelos que me sobraban en la papada y los cuatro pelos que me faltaban y sobraban a la vez en las cejas. Porque, realmente, cuando el «problema» se agravó ya era más mayor.

Desde que tengo uso de razón, me acuerdo de las tardes que compartía depilando a mi madre, valiéndome de unas pinzas y la luz que entraba por el balcón de su dormitorio. Me pasaba las horas muertas arrancándole los pelos de la barba uno a uno e incluso llegando a hurgarle para sacarle aquellos que acababan de despuntar y eran difíciles de agarrar con las pinzas. Era una salvajada, una carnicería, pero ella se negaba a afeitarse porque eso «era cosa de hombres» y creía en el falso mito de que el pelo afeitado sale más abundante y más denso (como si un calvo pudiera regenerar su cabellera a fuerza de cuchilla).

Obviamente, cuando en mi adolescencia comencé a compartir la misma «desgracia» que ella, me instó a eliminar esa pelusilla naciente en pos de ser una mujer lampiña y, en cuanto tuve dieciocho años se preocupó por pagarme todas las sesiones de láser habidas y por haber para que pudiera deshacerme del estigma que suponía ser una mujer peluda.

Me pregunto si, al no haber tenido una madre barbuda, hubiera desarrollado el mismo complejo que desarrollé con mi vello corporal y con el facial en aún mayor grado.

La cuestión es que probé con diferentes tipos de láser, con cuchilla, cera, pinzas y silkepil, pero seguía teniendo la obsesión de ser una barbuda y necesitaba deshacerme de ello para siempre.

Al final, hace poco, opté por darle una última oportunidad al láser, con un nuevo tipo que trajeron a una peluquería de la zona: el láser SHR combinado con luz pulsada; y parece ser que, por el momento, es lo que mejor resultado me ha dado. Eso sí, me era prácticamente imposible dejar los pelos en su sitio entre sesión y sesión y, al menos una vez entre una y otra, terminaba afeitándomelos (cosa algo contraproducente para el tratamiento). Hasta ese punto llegaba mi obsesión con los malditos pelitos.

En el extremo opuesto se encontraban mis cejas, que siempre habían sido mi objeto de obsesión por ser demasiado anchas y tener un entrecejo bastante poblado (modo Frida Kahlo o gaviota despeluchada). Pero, a pesar de tener una amplia zona cubierta de pelo, no tenía consistencia y tenía varias calvas. Por ese motivo, y por la absurda moda de los 2000 en la que nos veíamos bonitas con unas cejas ultrafinas, depilé y depilé hasta que mis cejas derribé («soplaré y soplaré y tu casita derribaré»). Cuando ya tenía más de veinte años, no había vuelta atrás y la moda había cambiado drásticamente.

Todas tenían unas cejas perfectas a lo Cara Delevingne y yo parecía una Spice Girl pasada de moda.

En mi vida apareció el microblading pero, al ser una técnica semipermanente y tener la piel grasa, mi alegría duró poco más de un año y me volví «adicta» a pintarme las cejas porque si no, no me veía bien.

Me gustaría que la moraleja de este texto fuera que nunca va a llover a gusto de nadie, que los complejos son absurdos y que deberíamos aprender a querernos con y sin pelo porque todas somos bellas a nuestra forma y nadie debe hacernos pensar que ser más o menos velluda nos hace ser más o menos válida. Pero la triste realidad es que todas convivimos con nuestros demonios y es muy importante conocerlos, ponerles nombre y saber que es mejor enfrentarse a ellos como buenamente podamos y no obviarlos, porque se hacen cada vez más grandes y más fuertes.

La vida es tan simple y tan corta que si quieres depilarte, hazlo, y si no quieres hacerlo, no lo hagas. Al igual que si quieres someterte a algún tratamiento estético, hazlo, y si no lo quieres, pues no lo hagas. Pero siempre hazlo con cabeza y desde el amor propio, no porque una tinta o un láser te vayan a hacer mejor o peor, o porque vayan a hacer que gustes más o menos a otras personas.

Hazlo simplemente por ti misma.

 

@caoticapaula