Ni siquiera sé por dónde empezar a decirte esto. No me conoces. No he compartido contigo mis risas, mis mejores ocurrencias, mis chistes malos después de pasarme con un par de copas de más. No sabes de mis bailes en camiseta encima de la cama mientras llevo mis bragas favoritas de Star Wars. Tampoco sabes lo mucho que me gusta seguir el camino de baldosas sin salirme de la recta o comer helado de yogurt mientras veo una de esas pelis malas de antena 3.
Pero hay algo que si sabes y es de mí llorando a las 3 AM porque un recuerdo se ha escapado de la caja donde tengo embalados todos los momentos que me resquiebran por dentro.
Sí que sabes de mis cicatrices, de mis llagas, de mis huesos rotos. De todos los sueños que un día quise compartir y que hoy se pudren en el suelo, marchitos, muertos antes de poder soñarlos siquiera.
Me tendiste la mano y yo te miré a los ojos, preguntándome en silencio cómo era posible que cupieran dos constelaciones en algo tan pequeñito y tú me sonreíste y me dijiste «baila conmigo» y yo te dije «no puedo, estoy vacía por dentro».
Y pensé que te irías, como se fueron todos los demás cuando se dieron cuenta de que era inservible, como una de esas muñecas abandonadas el día después de navidad. Pero no, tú te quedaste, te sentaste conmigo en el suelo y atrapaste mi mano contra la tuya, dibujando círculos de fuego con el roce de tu pulgar.
Te quedaste conmigo y con mi pasado. Con mis llantos, con mis crisis, con mi miedo a confiar, a entregar algo más que no fuera la piel. Y sobre todo, me entendiste. Entendiste mi dolor, esa pérdida que se anudaba en lo más profundo de mí, ese vacío al que no sabía decir adiós.
Pero tú,
tú no pretendías curarme,
tú,
tú sólo pretendías quedarte.