Hace bastante tiempo que tomé la decisión de no volver a depilar ninguna parte de mi cuerpo. Lo cierto es que me costó bastante y que esta determinación no fue de la noche a la mañana: yo, como supongo que todas, había pasado toda mi vida basando en mi imagen física no solo la aprobación de los demás si no la mía propia.

Así estuve desde niña hasta bien entrada la edad adulta, viviendo a menudo verdaderos martirios con el fin de eliminar de mí ese vello corporal que no me molestaba en absoluto pero me habían hecho creer que me hacía menos femenina e incluso me convertía en una persona o mujer sucia.

La verdad es que nunca me pregunte por la razón de esta creencia: ese pelo era el mismo que el de los hombres y en ellos llevarlo no resultaba anti higiénico, a pesar de tener bastante más cantidad que nosotras, de hecho.

 

 

Nunca me paré a pensar detenidamente en ello y es que verdaderamente yo me sentía más guapa y limpia habiéndolo erradicado de mi cuerpo.

Así que simplemente lo hacía a pesar de que me resultaba desagradable estar siempre pendiente de quitármelo y mi día a día se volvía estresante si, por cualquier cosa, tenía falta y entonces debía recurrir a soluciones de emergencia como tapar mis piernas y axilas, lo cual era sencillo en invierno pero un verdadero rollo en los meses de verano.

El tema de la depilación se había convertido, pues, en una pequeña tortura habitual que daba por hecho solo y simplemente por ser una mujer.

 

 

Hasta que durante un tiempo dejé de depilarme de forma bastante casual.  Fue cuando me quede soltera por primera vez en muchos años, ya que desde adolescente había encadenado varias relaciones largas.

De pronto, me encontré viviendo sola en mi pisito y además tan agotada emocionalmente que no tenía ganas ni por asomo de volver a meterme en una nueva relación. De hecho, solo me apetecía permanecer en mi cueva lo máximo posible y no hacía ni por salir con mis amigas.

Así, permanecí un tiempo en mi casa, sola, sin preocuparme por la depilación entre otras muchas cosas, tranquila, en paz, salvaje… tal y como sentía que era realmente.

 

 

Fue entonces cuando le cogí el gusto y me empecé a plantear por qué estamos forzadas socialmente a quitar el vello de nuestro cuerpo de forma «obligatoria».

Y me di cuenta de que yo, como todas las chicas, cada vez que nos sentimos solas o “no observadas” (cuando estamos sin pareja o en esas épocas de vestir completamente tapadas por el frío) ni nos planteamos depilarnos.

Me percaté de que no olía más ni peor que antes por tener pelo en mi cuerpo.

Y entendí, no sin cierta sorpresa, que si eso está ahí es por algo al igual que tienen un sentido y una función los pelos de nuestras cejas, de nuestras pestañas o donde quiera que nos lo haya puesto la madre naturaleza.

Que cumplen una función de protección y que no nos planteamos quitar el resto porque culturalmente (por suerte) nadie se ha fijado ni metido aún con ellos.

 

Sinceramente, esa época la recuerdo como una de las más felices de mi vida…

Y al poco tiempo conocí a alguien y comenzamos una relación y, a pesar de esta experiencia… volví a las andadas.

De nuevo empecé a quitar mi pelo de diferentes partes del cuerpo con total alegría, eso sí, pero de forma robótica igual que en el pasado.

Y así estuve todavía unos pocos años hasta que sucedieron dos cosas definitivas: la primera, mi primer encuentro real con el feminismo y con otras mujeres que ponían en palabras todas aquellas ideas que tiempo atrás se habían perfilado en mi cabeza.

 

El segundo suceso fue la pandemia y el confinamiento: y ahí ya no hubo marcha atrás.

Pasé en pijama la mayor parte del tiempo y a pesar de seguir teniendo pareja con la que además ya estaba conviviendo, comprobé que no le daba ninguna importancia a que no me depilase y además ¡dios mío! le seguía gustando y atrayendo en mi estado natural.

Desde entonces, me acostumbré de tal forma que cambié totalmente mi perspectiva y ya no he vuelto a depilarme. Aunque al principio, en verano, aún era mucha mi inseguridad y me sentía bastante incómoda cuando me encontraba rodeada de gente y mostraba mis piernas y mis axilas.

 

 

Pero en cuanto superé esas primeras ocasiones, me convencí de que actuaba acorde a la persona en la que me había convertido y ahora sigo haciéndolo sin ningún tipo de complejo: verdaderamente me siento cómoda, liberada y feliz.

Y me sigue pareciendo inaudito que en pleno siglo XXI haya quien me critique, tanto a la cara como a mis espaldas, o siga lanzándome miradas burlonas o desaprobadoras por esto.

Porque he de decir que esto sigue sucediéndome frecuentemente. Y lo que más me sorprende es que incluso sean otras mujeres algunas de esas personas.

Pero a estas alturas ya no necesito la aprobación de nadie. Como dice el refrán «ande yo caliente, ríase la gente».

O que se anden ellas preocupando de su aspecto, que yo he aprendido a vivir completamente a gusto con el mío.