No recuerdo muy bien cuándo comencé a sentirme así. No sé hacerme trenzas en el pelo, pero tenía una en la garganta que se había enmarañado poco a poco y me costaba deshacer. Echo la vista atrás buscando el detonante, el origen, la raíz del problema, pero veo todo borroso. Sólo recuerdo febrero en Madrid, en el sofá de una casa que no era la mía llorando, sintiéndome tonta y vacía, con la autoestima por los suelos y queriendo volver a mi hogar. Pensaba que en las cuatro paredes de mi piso me sentiría yo, pero no fue así.

Llegaron meses fríos. Hice lo que nunca había hecho: callarme. Soy de esas personas que cuando tiene un problema no puede guardárselo. Necesito gritarlo, contarlo y solucionarlo cuanto antes porque las preocupaciones en mi cabeza son como un virus que lo arrasa todo. Cuanto más lejos mejor. Esta vez no fue así.

Metí todo lo que me quitaba el sueño en una caja y le puse mil candados, escondiéndola en los recovecos más ocultos de mi interior y prohibiéndome abrirla. No hablaba del tema ni con mi familia ni con mi mejor amiga, que es mi otra mitad, y lo peor de todo es que tampoco lo hacía conmigo misma. Era tabú. No hace falta ser muy listo para saber que esto iba a acabar fatal.

Veía los días pasar como si fuese espectadora de mi vida. Me despertaba, me sentía vacía y me iba a la cama preguntándome qué estaba roto dentro de mí para sentirme así. Buscaba porqués, pero cuando llegaba a los límites de mi mente que separaban lo conocido con la caja inaccesible, ponía el freno y daba marcha atrás. “No entres ahí, mejor no abras esa puerta”, me decía.

No hay nada más jodido que olvidarte de quién eres, mirarte en el espejo y querer llorar, evitar ver a la gente a la que quieres porque sabes que ellos notarán el problema y… ¿Qué les dirás? Que no eres feliz, pero, ¿qué es ser feliz? Demasiadas preguntas que no quería hacerme por miedo a obtener respuestas.

En junio algo cambió y esta vez si tenía claro el qué. Otra vez estaba en el sofá de una casa que no era la mía, pero por primera vez en meses me sentí feliz. Recordé todo a lo que había renunciado durante estos meses: la curiosidad por las cosas, mi autoestima, pasar la noche en vela hasta que amaneciese por una razón que no fuera dar vueltas a las cosas, soñar despierta con planes sobre el futuro.

Ahora cierro el mes viendo la vida de otra manera y volviendo a ser yo misma, recuperando las ganas de conocer y ser conocida, y por el camino he encontrado a alguien que me hace sentir en casa. Le dije que no se metiese en berenjenales, que mi caos interno era inmenso y que no quería que lo pasase mal, pero aun así se quedó demostrándome que yo no necesito un salvador, me necesito a mí misma. En vez de deshacer todos mis nudos, me ha dado paciencia y ganas de hacerlo yo misma, y la caja que guardaba a buen recaudo cerrada con varios candados se ha abierto. ¿Por qué me daba tanto miedo lo que guardaba en su interior si en el fondo era yo?