Soy la pequeña de cinco hermanos. Yo era un bebé cuando “todo sucedió”, por lo que no conservo ningún recuerdo de cómo era mi familia antes. Mis hermanos hablan con nostalgia de aquella época, una nostalgia que me inspira curiosidad y un extraño sentimiento de melancolía. ¿Se puede sentir melancolía por algo que no he vivido? No sé. Solo sé que en ciertas fiestas, me pongo triste y no soy capaz de disfrutarlas. Tal y como le pasa a ella. 

Nuestra madre nos odia. Se encarga de recordárnoslo en cada visita semanal, con cada regalo de cumpleaños. 

Pero, ¿qué fue lo que pasó? 

A día de hoy, lo sabe todo el mundo. Es una información de dominio público, pese a pertenecer al ámbito más privado de mi familia. Nos criamos en un pequeño barrio, por lo que he escuchado cuchichear a la panadera con el dueño del bar cuando nos ven pasar. Ser ‘la comidilla’ fue parte de mi infancia. 

Mi padre le fue infiel a mi madre. Pensarás que no es para tanto, que -por desgracia- muchas personas de tu entorno han sido víctimas de una o varias infidelidades por parte de sus parejas. La sorpresa llega cuando se trata de su prima; pero no la prima de mi madre, no: mi padre tuvo una relación de varios años con su prima-hermana, la hija de su tío. 

Mi padre y su prima trabajaban juntos. El tío le había pedido que emplease a su hija para que cogiera rodaje y experiencia en el mundo laboral. Ellos decidieron ampliar el currículo vitae en lo personal también, llevando una aventura de lo más pasional de la que mi madre fue testigo. Por lo visto, embarazada de mí, empezó a sospechar de que algo pasaba y le dio por seguirle. Si bien en público no evidenciaban su afecto, ella estaba convencida de que algo pasaba y decidió copiar las llaves del despacho en el que trabajaban, entrar a deshoras y esconderse. Cuando se creían solos fue cómo los pilló. 

Mi madre murió en vida 

Quizá a día de hoy, la historia no te sorprende; en la época, fue un escándalo. Mi padre aseguró que se trataba de un desliz estúpido, pero la prima apareció embarazada de DOS críos justo a los días de mi nacimiento. Mi madre se dejó morir en vida con 35 años; por lo que me cuentan mis hermanos, yo sobreviví gracias a mi abuela. 

Mi padre decidió romper la relación con su prima (o eso dice), aunque la dejó trabajando para él (“¡No puedo dejarla en la calle ahora!”) y traía a los niños alguna tarde a casa, a jugar con nosotros. Unos niños a los que durante muchos años consideré sobrinos-segundos y resultaron ser “hermanastros”. Mientras tanto, mi madre seguía en la cama. 

Pasaron los años. Pasaron fiestas importantes, como Navidades o cumpleaños, en los que mi madre solo lloraba y lloraba enterrada en su habitación. Yo no entendía nada. No sabía por qué yo no podía traer amigos a casa o por qué mi madre no me llevaba al parque o me leía un cuento; por qué mi madre nunca ejercía de madre. 

De repente, la prima y sus mellizos desaparecieron. Con los años descubrí que la mujer rehízo su vida y se cambió de ciudad, llevándose con ella a los niños. Jamás hemos vuelto a saber de ellos e ignoro si mi padre ha tenido o tiene algún trato. Poco a poco, mi madre fue rehaciéndose, animándose a salir de la habitación y, más poco a poco, dando paseos por la calle. 

Odio, odio y más odio

Tendría 6 años cuando vi a mi madre salir de su cuarto por primera vez. Como era tipo suite, no abandonaba su habitación ni para mear. Me sentía pletórica, pensé que se había “curado” de la patología que tuviese. Lejos de eso, empezó a lanzar su odio contra nosotros. 

Le molestábamos. El desprecio lo hacía patente en cualquier circunstancia, delante de quien fuese. También comenzó a contarle a todo el mundo lo que había pasado. Sin pena ni gloria. Ahí me enteré de que mi padre, el que -junto con mi abuela- se había encargado de mí, era un cabrón. Él sí jugaba conmigo, me bañaba, me llevaba al cole, me ayudaba con los deberes, celebraba mi cumpleaños. Cada noche me daba un beso en la frente, me decía lo que me quería. En cambio, mi madre jamás me había tocado; ni mucho menos había demostrado ni un ápice de amor. Tuve un dilema moral enorme; si ya es complicado de gestionar siendo adulto, con 6 años casi me explota la cabeza. 

En la actualidad 

Mira, yo lo siento, pero adoro a mi padre. Es tan familiar, nos demuestra tanto siempre, que no podio odiarlo. Además, al margen de la infidelidad, ha cuidado a mi madre siempre. A ella, sin trabajar y sumida en una profunda depresión, jamás le ha faltado nada. O al menos, nada material.

Tampoco puedo odiar a mi madre, quizá por lástima, aunque me haya dado muchas más razones. Ahora, con más de 80 años, dice abiertamente -y delante de mi padre- que es su compañero de piso, que ella no lo quiere, que solo se mantuvo a su lado por nosotros; que nosotros hemos sido lo peor que le ha pasado en la vida, la que condenamos su felicidad. Al principio duele; después, te acostumbras. Sin embargo, si lo piensas en frío, vuelve a doler. 

Desde que ella salió de aquella habitación, nunca nos permitió celebrar el Día del Padre (19 de marzo). Fue la condición que le puso, ya que estoy segura de que ella odia verle felizmente rodeado de sus hijos. Este año, mis hermanos y yo nos plantamos y le celebramos una fiesta. Con nosotros ha sido bueno, detallista, ha sido un padre presente. ¿Sabéis lo más curioso? Que ella nos dijo de todo (envía a tu mente una avalancha de insultos), pero vino a la fiesta. Y, por primera vez en la vida, la vi sonreír. 

 

(Anónimo)

 

(Relato escrito por una colaboradora basado en una historia real)