¡Oh, Dios mío!, soy racista.

 

Es muy fuerte, pero sí, soy racista, aunque desde el momento en el que he empezado a ser consciente de ello, un poquito menos cada vez.

Y si me conocieseis, esta confesión tendría aún menos sentido puesto que yo misma soy inmigrante y morena, pero así es el racismo: un cáncer que, habiendo hecho metástasis, está por todos lados.

El primer chico que me robó el corazón (o del que me obsesioné más bien), fue Nick Carter, de los Backstreet Boys, el rubio rubísimo, y vale, que por el hecho de que te guste un chico rubio no vas a ser racista ni mucho menos, vaya tontería, pero es que jamás de los jamases me ha gustado alguien negro. De hecho, los dos o tres chicos negros a quienes yo les he gustado, se han quedado relegados a la friendzone por los siglos de los siglos.

Me gustaría aclarar en este punto que les llamo “negros” y no “de color”, porque así como hablamos de “blancos” con total naturalidad, también deberíamos hacerlo al referirnos a los “negros”, puesto que querer llamarles de otro modo es, en mi opinión, racista en sí mismo ya que es como si considerásemos que el ser negro fuese algo malo y hubiese que suavizarlo de algún modo.

En fin, que bastante más tarde, me enamoré de un chico que yo decía -con mis ojos ciegos por el amor-, que se parecía a Nick, rubio de ojos claros, con el que me casé y que terminó siendo… bueno, no he venido aquí a hablar mal de él, pero os bastará con saber que ya no estamos juntos.

Luego, he seguido saliendo con chicos, y, al pararme hace poco a pensar al respecto, me di cuenta de que han sido casi todos europeos de ojos claros.

Bueno, cada una tiene sus gustos y sus prototipos, me diréis, pero es que lo chungo es que ahora estoy con un chico maravilloso, al que de antemano os digo que no me merezco, que no es europeo, ni nórdico (sí, sí, los nórdicos también son europeos, lo sé), ni de ninguno de esos países de los que nos han hecho creer que tienen todo el poder, y al que yo, muy en el fondo de mí y por mucho que quiera negarlo, subestimo.

¿Y por qué entonces estás con él?, me preguntaréis (o quizás no, porque llegadas a este punto quizás muchas ni me estéis leyendo ya, porque a los racistas se les banea), pues bueno, estoy con él porque sé que es un buen hombre que me quiere, que me trata todo lo bien que nunca nadie me ha tratado (aunque el nivel estaba bastante bajito, eso también os lo digo), y porque a mí indudablemente, me gusta, que tampoco soy tonta.

Pero es que es como si la imagen que yo proyectase -al menos en mi cabeza-, al estar con un rubiaco, fuese la de alguien cool que progresa, y al estar con un inmigrante como yo, la de alguien que se ha estancado y que no ha sido capaz de gustarle a uno de los buenos.

¿Pero es que acaso el lugar de donde uno procede, lo hace “de los buenos” o “de los regulares”? Por supuesto que no, pero hay cosas que, si has crecido escuchándolas, por mucho que tú no quieras creértelas se te terminan metiendo en el subconsciente, agarrándose ahí como una garrapata y haciéndote sentir conforme o inconforme con según qué decisiones.

Por ejemplo, en el país del que yo vengo, a las rubias las apodan “Barbie” mientras que a las negras las sentencian con el nombre de alguna mascota de anuncio de TV, como fue mi caso; o cuando alguien emigra a un país de mayoría caucásica, se dice que “vamos a mejorar la raza”, mientras que si tu pareja es negra, todo son bromas (y entiéndase por bromas, a las burlas).

Y es jodido, porque aunque yo hoy en día me miro al espejo y me encanta lo que veo, aunque mi piel tostada me recuerda a mi Caribe hermoso y me llena de orgullo… Todavía me siento a veces en la necesidad de añadir a mi respuesta un “pero ahora también soy de aquí” cuando alguien me pregunta de dónde soy, como para no sentirme menos, o todavía me veo a veces prejuzgando las intenciones de algún chico por el sitio de donde viene.

Por eso siempre defenderé que al racismo -como a casi todo lo malo- se le combate desde la educación, porque una sociedad bien educada en este y en todos los temas, bien instruida, jamás admitirá esa imbecilidad de creer que un color de piel está bien y el otro está mal, que uno te hace merecedor de más y mejores oportunidades que el otro, que uno te hace más digno que el otro. Aunque es cierto que el racismo en su mayoría es ignorancia, pero a veces también es simplemente mala leche, y esa sí que no tiene remedio.

 

Lady Sparrow