Lunes 6 de mayo. Son las 7 y media de la mañana y mi despertador empieza a sonar. Me ducho, me bebo un café porque por las mañanas no me entra nada sólido en el cuerpo y me lavo los dientes. Salgo de casa y me subo en el autobús y un hombre y su hijo (o eso imagino) se sientan detrás de mí. Como soy cotilla por naturaleza y me encantan los niños, no puedo evitar escuchar.

El niño está triste porque ha discutido con su mejor amiguito. Tendrá unos 8 años. Le cuenta a su padre cómo se siente y éste no contesta. El niño no para de hablar. Disimuladamente me giro y su padre está al móvil. El niño sigue con su historia hasta que no puede más:

“Papáaaaa, deja el móvil.”

“Hijo, es que eres muy pesadito.”

Llego a mi parada y me bajo preguntándome qué pensará ese niño, cómo se sentirá. Probablemente su mejor amigo y él harán las paces, son cosas de niños pero… ¿Al llegar a casa seguirán diciéndole que es pesado por expresar en voz alta sus preocupaciones? Quién sabe.

Abro la puerta de mi trabajo y me siento en mi silla. Me pongo mis auriculares y empiezo a teclear. Pasan las horas con algún que otro café de por medio, y mi compañero no puede con la presión. Es un trabajo estresante y a veces no podemos evitar tener bajones. Algunos los sufrimos en silencio o en soledad y otros estallan en el trabajo. El supervisor llega y le pregunta que qué le pasa.

“No, no es nada… Es que me está costando. No sé cómo hacer esto. Es un día malo y este proyecto en el que estamos ahora es un poco agobiante.”

“Anda, anda, no exageres. Vete fuera, toma aire y vuelve a entrar con otra cara.”

Mi compañero sigue la jornada como puede. Pasan las horas y vuelvo a casa. Por el camino hablo con mi mejor amiga. Me ha mandado cuatro audios que no había podido escuchar antes.

“Tía no puedo más. Es que me rayo por bobadas. Ojalá no sentirme así. Ojalá poder apagar mis emociones y poder trabajar bien, sin distraerme ni nada.”

Llego a casa a las 22.00 y la cama sigue sin hacer. Hay platos sucios y la lavadora que había que poner sigue en el cubo de la ropa sucia. Mi novio está sentado en el sofá viendo la tele y me pide que le acerque una Coca Cola. El vaso está repleto y esa es la última gota.

“Podrías haber limpiado un poco. Yo hago la cena todas las noches y friego lo de todo el día, y es que hay días en los que no puedo más. No cuesta nada hacer las cosas entre los dos, que tú llegas a casa de trabajar a las tres de la tarde.”

“Madre mía tía cómo te pones. Estás loca, qué dramática. Pareces mi madre exagerando, ni que yo hiciese esto todos los días.”

Me meto en la cama y quiero llorar, pero no sé si debo. ¿Está permitido ser frágil? ¿Está permitido tener emociones?

Las historias que os he contado no sucedieron todas en el mismo día, pero son todas totalmente reales. El niño del autobús, mi excompañero de trabajo que ahora está de baja por depresión, mi mejor amiga que va al psicólogo porque sufre ansiedad y mi exnovio, que por suerte está muy lejos. Ellos me enseñaron que invalidar las emociones sólo trae más tristeza, culpabilidad, preocupaciones e inseguridades.

Expresémonos. Sentir cosas nos hace humanos. Lloremos, gritemos y pregonemos a los cuatro vientos que a veces no podemos más. Lo importante es soltar lastre para poder seguir con fuerzas.