¡Pero tenéis tres meses de vacaciones!, ¡Anda que no vivís bien!

 

«Nunca seré profe», decía yo. «No aguantaría soportar tantos chavales juntos todo el rato, no tengo paciencia. Imaginadme, yo, la de la mala hostia, en un aula». 

 

Ya vivía cada día lo que era ser docente en mi casa. 

 

Papá llegaba a casa a las cinco de la tarde y se volvía a subir al coche para llevarme y traerme a las extraescolares. Mientras me esperaba dentro del coche, preparaba clases y actividades, corregía exámenes, organizaba reuniones con companheros o familias. A las diez, once de la noche (incluso más tarde) terminaba su jornada. 

 

Mamá taconeaba por el pasillo del edificio al mediodía. Yo la oía acercarse, sabía que las llaves abrirían la puerta en cuestión de segundos. Sabía, también, que vendría medio sorda del estruendo de las aulas y con la cabeza como un bombo. Y allá entraba, directa a descalzarse y… «hoy ha pasado esto», «este alumno no quiere seguir estudiando», «hemos tenido una reunión para hablar de estos casos»… Conversaciones de mediodía entre padres profes e hijos. Y después, también me hacía de chófer. O tenía claustros. Y preparaba sus exámenes, sus materiales. Y sus reuniones. Todo. Su jornada tampoco terminaba hasta bien entrada la noche.

 

¡Pero tenéis tres meses de vacaciones!, ¡Anda que no vivís bien!

 

«Nunca seré profe». 

 

Y aquí estoy, unos cuantos años después, tragándome mis palabras. Profe de secundaria. ¡La hostia, a quién se le habría dicho! 

 

Podía recordar la rutina en mi casa, el trabajo extra que nadie reconocía, aparentemente, porque nadie lo podía ver, horas de preparación, estudio, corrección, reuniones, familias, tutorías, comentarios sobre alumnos y situaciones, anécdotas…

Pero todo es diferente cuando pisas el aula. Sobre todo, cuando la pisas para salir

 

Al contrario de lo que pensaba, entrar no me resultó nunca complicado, porque mi cara de pocos amigos y mi aspecto no-muy-convencional-para-una-profe pueden resultar una ventaja frente al grupo de adolescentes, mis adorables monstruitos personitas. 

 

Pero salir, oh, joder, salir. Salir con el alma encogida cuando llegas a la sala de profes y comentas casos, dificultades. Atravesar con los pies el umbral de la puerta cuando has compartido debates con cerebros y almas con muchísimo valor que, por no tener facilidades, tal vez se pierdan por el camino. Salir cuando querrías abrazarlos fuerte todo el rato y no puedes. Salir cuando has llorado con ellos por compartir su dolor. Y también tu dolor. Porque, a veces, ellos te quieren entender más que cualquier otro, y tú puedes entenderlos mejor que nadie.

 

Sí, salir, sales. Tu cuerpo se va del aula arrastrado por tus pies. Pero dentro de ti sigues con ellos, te los llevas a tu casa, a tu sofá, a tu mesa del comedor, a la cafetería donde has quedado con menganita, a la piscina, al gimnasio, a tu almohada. 

 

¡Pero tenéis tres meses de vacaciones! ¡Anda que no vivís bien!

 

«Soy profe»

 

Anda que no vivimos bien. 

 

«Un americano con hielo, por favor. ¿Sabes lo que me ha pasado hoy? INSERTENOMBREDEALUMNOAQUÍ se me ha rebotado. Creo que le pasa algo en casa. No sé. Deberíamos hacer algo, porque no va a acabar bien si nadie le ayuda.» 

«Pero eso no es cosa tuya, Alba. Desconecta.»

«Sí, pero me sabe mal. Sé que vale mucho y tampoco sé cómo ayudar.»

«¿Y qué vas a hacer, adoptarlo?»

«Pues tal vez lo haría, aunque no sea la solución. Porque INSERTEOTRONOMBREDEALUMNOAQUÍ tampoco está bien, la he visto muy triste estos días y tampoco habla con sus companheros. Algo hay.»

«Tienes un problema. No pienses tanto en eso.»

 

Vivimos bien, transportando emociones y miedos propios y ajenos por los pasillos del colegio, de casa, por la vida. Deseando poder hacer más cada día. 

 

Incluso durante esos tres meses de vacaciones imaginarias (eso si no te toca trabajar oficialmente incluso en esos supuestos meses), en los que pasas tiempo y tiempo planeando sesiones, preparando materiales y, sobre todo, pensando en cómo estarán esos bichejos chavalillos a los que tanto quieres y, en el fondo, hasta echas de menos. (Hasta que vuelves a verlos…)

 

¡Pero tenéis tres meses de vacaciones! ¡Anda que no vivís bien!

 

«Siempre seré profe»

 

Con este texto no pretendo decir que somos heroínas o héroes ni que estamos aquí para salvar el mundo (bueno, un poquito sí). 

 

Solo busco dos cosas:

 

1) Presentarme, porque, al final, si amas esta profesión, ya pasa a formar parte de ti, como si de tu nombre se tratase. Alba. Docente, profe, ensenhante, llámale como quieras. A su servicio. 

 

2) Intentar recordar que, aunque tuviésemos mil meses de vacaciones, nuestro trabajo es duro, incluso doloroso, y, en lugar de optar por putear criticar e infravalorar nuestras tareas, sería más constructivo para todos intentar entendernos, apoyarnos y valorarnos. Porque, aunque sea sufrido, lo disfrutamos y queremos que todos puedan compartir ese disfrute con nosotras.

 

Por el bien de nuestras hijas, de nuestros hijos, de las hijas e hijos de otros, por nuestro propio bien, porque el futuro está (también) en manos del profesorado. 

Ya termino, voy a seguir disfrutando de mis dos mil millones de meses de vacaciones.

 

Alba G Fuentes

@antiparticule