Nuestro reencuentro ocurrió una mañana de domingo.

Yo había quedado para ir al Rastro con un amigo, mi primera “casi cita” desde que me dejaste, hacía ya medio año. Ese día me puse mi vestido favorito y me pinté los labios de rojo, sabiendo, sin saber por qué, que ese iba a ser un buen día. Era mayo, hacía solecito, parecía que todo me sonreía a pesar de haberme levantado a las ocho de la mañana (lo que un domingo es prácticamente un sacrilegio).

 

Entonces te vi.

Estabas en la parada de metro en mi misma dirección. Llevabas una maleta y cara de no haber dormido más de tres horas. El pelo revuelto. Legañas. La barba sin afeitar. Estabas hecho un desastre, vaya. Pero no pude no pensar en lo cabrón que es el destino a veces. De todos los millones de habitantes de Madrid, nos tuvimos que encontrar tú y yo en esa parada. Cuando tú no vivías aquí y yo nunca salía de casa los domingos por la mañana. Cuando los dos hicimos una excepción.

 

Te diste cuenta de que te estaba mirando y viniste a saludar, pero justo llegó el metro, así que me hiciste un gesto rápido con la mano y te sentaste conmigo. No sabías muy bien qué decir. Llevábamos seis meses sin hablar. Empezaste a trompicones a decirme que no me habías avisado porque habías estado liado, habías venido por trabajo. Luego saliste de cañas y te dio vergüenza llamarme. No sabías si estábamos en ese punto todavía. Yo, que no podía parar de pensar en lo muchísimo de menos que había echado tu voz, te dije que no pasaba nada. Pero sabías que era mentira.

 

En la media hora de trayecto hablamos de todo y nada. Me contaste que tal estaba tu familia, tus planes para tu próximo tatuaje, tu día a día…Pero sin entrar en mucho detalle. Estabas diferente, se te notaba que habías encontrado tu camino. Sonreías tímidamente, como pidiendo permiso para mostrarte feliz. Yo te hablé de los exámenes, de que la Lingüística me estaba arruinando la vida, de mis futuros viajes…

 

No te dije que llevaba seis meses llorando. Seis meses buscando cualquier excusa para hablar contigo sin encontrarla. No te dije que para mí este reencuentro casual era señal inequívoca de que estábamos hechos el uno para el otro. Lo muchísimo que quería que volvieras. Principalmente, porque por mucho que te quisiera sabía que no era cierto. Nos merecíamos algo mejor.

 

Cuando llegamos a Atocha, los dos bajamos. Cada uno iba a hacer un trasbordo distinto, así que ese fue el momento de despedirse. Te abracé por última vez y ahí sí que tuve que contenerme las lágrimas. Me apretaste fuerte contra ti y me dijiste al oído que me cuidara mucho, que me cuidara bien.

 

Olías a hogar. A palomitas recién hechas, tardes en el sofá, polvos post-siesta, paseos por el río…Olías a mi casa.  A la única que había conocido. Por un momento quise pedir que te quedaras, que le jodieran al metro. Que ese era nuestro momento. Llevaba fuera de mi hogar, lejos de ti, seis meses, y no quería que pasar ni un día así. Quería dejar de vagar sin rumbo fijo con las maletas en la mano. Perdida. Quería volver a mi casa.

Quise pedírtelo todo. Pero mi tren llegó en dos minutos y me subí. Porque a veces, lo que quieres decir, no es lo que debes. Y yo tenía que dejarte ir para aprender por fin lo que era la independencia.