4:30 AM. Pipipipiiii. Pipipipiiiii. Apagas el despertador, saltas de la cama, de camino a la ducha tropiezas con una maleta a medio hacer. Duchita rápida, toquecito de secador y vuelta a la habitación. Segundo tropiezo con la maleta.  Haces gimnasia rítmica para subirte las medias, cortas la etiqueta del vestido sin estrenar, echas un vistazo a esos tacones divinos… “no te flipes que vas en autobús”, optas por los botines planos, delineas tu párpado superior, coloreas de melocotón tus mejillas, lo metes todo a presión en la maleta y sales pitando. 10 minutos andando. 25 minutos de metro. 10 minutos más caminando. 6:45 horas de autobús.  Parada uno, parada dos… parada larga para mear tres, parada cuatro… y por fin llegas a casa. Miras por todas y cada una de las ventanillas… y ahí está, tu sonrisa de oreja a oreja. Y la suya. Abrazo fuerte. Beso de película. Y por delante 36h o 48horas, en el mejor de los casos, hasta volver a coger el autobús de vuelta a las clases, libros y demás.

Durante 7 años esa fue mi rutina gran parte de los sábados por la mañana. Y los lunes.

Durante ese tiempo siempre escuché el mismo tipo de frases: “yo no podría tener un novio para hablar por teléfono siempre”, “yo si tengo novio es para hacer planes con él”, “Es que para eso no tienes pareja”, “No sé cómo aguantáis tanto”… y la cosa es que los que no aguantaban eran los de hacer planes cada día y nosotros aquí seguimos, ahora sí, viviendo juntos. Porque bombón- vamos a llamarle así- y yo al contrario de lo que muchos pensaban, sí hacíamos planes. Planes de futuro. “Cuando acabes la carrera nos iremos a vivir juntos”, “estudia mucho y en verano nos vamos de viaje”, “He estado ojeando ofertas de trabajo para ti”, “En idealista hay unos pisos que están muy bien”. Esos planes son igual o más importantes que cualquier plan de cine, cena o peli y manta, que por supuesto realizábamos los fines de semana, puentes y vacaciones, a veces en mi ciudad, otras en la suya.

Y, aunque a veces la morriña te supere y la espera se te haga eterna, la distancia tiene una serie de ventajas a la hora de forjar una pareja, me explico: el hecho de no poder estar la mayor parte del tiempo juntos hace que nos hagamos más independientes. Más libres, de hacer otros planes con amigos, de salir, de conocer gente… de generar tal grado de confianza donde los celos no existen –al menos en mi caso-. De aprovechar cada momento juntos y hacerlo de ensueño.  Se genera una relación muy fuerte sin crear dependencia el uno del otro.

Ahora bien, ¿Por qué la gente le tiene tanto miedo a las relaciones a distancia? Conozco casos donde todo iba bien y han terminado por 4 o 5 meses de distancia ¡eh! ¡Antes incluso de que se fuera! Otras porque “viaja mucho por trabajo”. Evidentemente que no todas las relaciones a distancia funcionan, y si seguir la relación conlleva a discutir constantemente, a desconfiar del otro… sin ningún tipo de duda, déjalo. Pero no por la distancia, sino porque aun viviendo en la misma ciudad probablemente a la larga tampoco funcionaría. Y si os vais a separar durante un periodo de tiempo y ni siquiera os planteáis intentarlo, eso, francamente, suena más a excusa que a otra cosa.

Entonces, ¿Vale la pena la espera? Pues como todo, depende. Depende de la fuerza de voluntad, del tipo de relación que queréis tener, de la confianza… Y que narices, que vivimos en la era de Whatsapp, del Skype y hasta del Facetime. Que mi abuelo se iba 6 meses a Francia a trabajar y espera tú la carta. Que las semanas pasan volando y ya no te digo los años.

Así que, mis queridas amigas: sí, la espera puede valer la pena.

Violeta Noguera

@violeberry