Perdóneme, padre, porque he pecado.

¿En qué momento mis cinco sentidos me han traicionado y se han convertido en portales al vicio? ¿Cómo puede una sola mujer hacer aflorar estas emociones que desconocía y hacerme perder la voluntad sobre mis actos?

Mis ojos, con los que siempre he contemplado el mundo de forma sensata, se han convertido en mi mayor enemigo. Me muestran cosas que nunca había visto antes, pero lo peor es que no puedo apartarlos de ella.

No es solo su cuerpo. No es solo cuando se mueve, cuando sus curvas se contonean con una sensualidad propia de una serpiente. No es solo cuando me domina con su peso sobre mí, ni la visión de sus pechos agitándose por la respiración entrecortada. Lo que también atormenta mi mente es su cara.

Una cara de facciones finas, casi angelicales, se torna en la imagen de la perdición, un rostro que no puedo dejar de observar. Mi mirada la acaricia, recorre cada ligero gesto, cada mínimo cambio de expresión. Sus ojos, su manera de cerrarlos, la sonrisa maligna cuando me desea y mientras mis manos experimentan con su cuerpo, son algo imposible de ignorar, ni siquiera con la mayor voluntad.

Aunque me pida que no la mire porque no quiere sentirse observada, su petición no es capaz de detener un hambre insaciable de verlo todo, de llenarme de las sombras dibujadas contra la ligera luz de las velas. Incluso ahora, cuando ya no está, el recuerdo vuelve a mí sin que pueda detenerlo. Cerrar los ojos no sirve de nada porque su imagen está grabada a fuego en mi mente.

La sensibilidad de mi cuerpo se ha rebelado con una forma de placer que desconocía. Cuando sus manos lo recorren, me pierdo en una sensación deliciosa que nunca había sentido. Sin embargo, esto no es nada comparado con sentir su piel. Oh, su piel, suave y sedosa. Incluso las imperfecciones que aparecen aquí y allá solo sirven para acentuar la maravilla el resto de su fisionomía. Tan fácil es de recorrer que puedo ir desde sus manos, pasar por los brazos, pechos, cintura y acabar en sus pies en un movimiento fluido. Mis dedos se convierten en ríos que devoran cada centímetro de su piel a medida que avanzan por el caudal de sus formas.

También mis labios desean sumarse a este banquete de sensaciones, envidiosos y ávidos de por participar. Disfruto con boca y dientes cada sinuosidad, que no quede ni un ápice de ella sin ser besado o mordido, en un intento por saciar un hambre que, se acrecienta cada vez más. Un apetito que aumenta hasta amenazar con volverme loco.

Pero si esto hace pensar que el placer de sentir su cuerpo es algo insuperable, no lo es, porque el regocijo de mis labios cuando hacen el amor a los suyos es algo indescriptible. Ahí es donde mi lascivia se desborda y pierdo la noción de mi ser, cuando pierdo el deseo de vivir por preferir morir en su boca, porque ya nada podrá satisfacerme como su beso lo hace. El deleite de mis sentidos encuentra otro nuevo mundo al llenarme de su sabor, el sabor de su boca, de su piel, el sabor de sus pechos, un sabor que me lleva a otros mundos y me ha convertido en adicto a él.

Su olor llena mis fosas nasales. Me pierdo inhalando su aroma, oliéndola mientras escucho como ella ríe sin entender mi extraña perversión. Es su olor mi opio personal al que soy adicto. Es entonces cuando sus gemidos se hacen hueco en el silencio. Me piden que pare, pero su mirada me pide que siga. La forma en que me susurra al oído que soy su juguete de placer, el taparse la boca para ahogar el suyo, es lo que hace que una furia interna emerja y me haga apretarla contra mí; ella hace lo mismo conmigo.

Nos apretamos en un abrazo desesperado, intentando estar en el cuerpo del otro. Con las uñas corrompo la belleza perfecta de su espalda. Ella gime, su voz estimula aún más mi deseo. Labios y dientes se mezclan con su piel.

Yo ya no soy un ser humano. Soy un animal, su juguete, tal como ella dijo. Lo fui desde que mis sentidos me traicionaron. Se han revelado para ponerme a su servicio. Han hecho que desee satisfacer este hambre de perderme en su aroma y su piel, sin límites. Lo deseo todo de ella, todo cuanto quiera darme. ¡Todo! Que su voz azote la bestia que reside en mí para satisfacer todos los deseos, los suyos y míos, una bestia manejada como una mascota a su placer.

En realidad, padre, no quiero su perdón. He pecado y lo volveré a hacer. Incluso me siento orgulloso de ello.

 

J. C. Hidalgo.

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