Acalorada. Esa es la primera palabra que me vino a la cabeza a pesar de estar a 12 grados en aquella terraza y con las nubes amenazando sobre nuestras cabezas. No sabía qué postura adoptar sobre aquella silla para que ninguno de los presentes sospechara. De vez en cuando tragaba saliva, me removía el pelo y trataba de buscar una posición en la que la sensibilidad fuera menor pero, por mucho que lo intentaba, no lo conseguía. Me torturaba desde el otro lado de la mesa, cuando le apetecía y en los momentos menos indicados. Ni si quiera recuerdo cuántos éramos en aquella cena ni la razón por la que la habían organizado pero le pareció de lo más divertido utilizar aquel evento para estrenar un juguete conmigo. Nunca le había puesto límites y aquella no iba a ser la excepción. Sabía que con las palabras adecuadas y prometiéndome el premio que tanto me encantaba, caería en su trampa. 

Un par de horas antes, encerrada en el baño de casa, miraba con miedo aquel aparatito de color rosa  entre mis manos temblorosas. Juro que pensé mil veces en no seguir con aquello pero la noche anterior me había dejado bien claro que, de ser así, nunca más volvería a tocarme como solo él sabía así que, delante del espejo, me miré a los ojos e intentando dejar los pensamientos y los nervios de lado, introduje el huevo vibrador como me había enseñado. Respiré varias veces para que el corazón volviera a su ser, me bajé la falda y me armé de valor para salir a la calle sin bragas. 

Los nervios que me habían provocado insomnio se convirtieron en puro morbo cuando le vi bajar del coche de la mano de su mujer. Ni siquiera me dirigió la mirada pero supe que, desde que puso el primer pie fuera del coche, el juego había comenzado. Le seguí un par de metros por detrás acompañada de amigos en común hasta la casa que habíamos alquilado para la ocasión. Oía la voz de su mujer por encima de todos los ruidos como un martillo que me dañaba los tímpanos con cada golpe pero, había aceptado su reto y ya era demasiado tarde para echarme atrás. 

Nos sentamos a la mesa, lejos pero enfrentados cara a cara y, por fin, me miró con ojos desafiantes y le dio al botón del control remoto que llevaba escondido en el bolsillo del pantalón. Di un pequeño respingo sobre la silla, no creía que fuera capaz de encenderlo mientras yo hablaba con un compañero y él tenía a su esposa a menos de medio metro pero su sonrisa malévola me confirmó que tenía ganas de jugar aquella noche. Lo apagaba y lo encendía cuando le placía, a veces solo lo dejaba vibrar durante unos segundos y otras lo alargaba hasta que mis ojos se ponían brillosos y, disimuladamente, me llevaba la mano a la boca para evitar que un gemido se escapara. Sabía que estaba cachondo porque se aflojó un poco la corbata y se desabrochó los dos primeros botones de la camisa. Su mujer se había dado cuenta de la erección bajo su pantalón y, pensando que aquello lo había provocado el exceso de alcohol y ella misma con su pronunciado escote, escondió la mano bajo la mesa y se tiró como loba a por su presa. No sé qué le dijo él al oído para librarse pero justo en ese momento, el huevo comenzó a vibrar de nuevo y sentía que la falda empezaba a empaparse.

Me levanté como pude de la silla sintiendo que el temblor de las piernas haría que cayese de bruces en cualquier momento pero fui capaz de llegar al baño y soltar la presión que tenía en el pecho. Metí una mano en el sujetador y me estremecí al rozar el pezón y, con la otra intentaba sentir la vibración de aquel juguete que tenía en el interior. Escuché las pisadas que pararon justo detrás de la puerta, abrió sin preguntar y echó el pestillo. Me miró a los ojos sonriente, sacó del bolsillo el control remoto y, dándole de nuevo al botón, cambió la intensidad de la vibración. Mis manos fueron a parar sobre su pecho y, por la excitación, sentí cómo producía exceso de saliva que me obligaba a tragar de forma más seguida. Me subió la falda y me sentó sobre el lavamanos con las piernas abiertas. Se acercó tanto a mí que fui capaz de oler hasta el más mínimo matiz de su perfume, con mano experta, tiró del mango del huevo para sacarlo y, acto seguido me penetró con toda la fuerza que fue capaz de ejercer. Le sentí llegar hasta lo más profundo de mí y me tapó la boca para tapar mis gritos. 

De nuevo escuché la voz de su mujer gritando y riendo por lo que fuera que le estuviesen contando pero ya no me importó. Era yo quien tenía a aquel hombre rudo y fuerte entre las piernas, era yo quien estaba disfrutando de su polla dura y caliente, era yo quien recibía las embestidas y escuchaba sus gemidos al oído y, fue entonces, cuando sonreí satisfecha y me abracé con las piernas a sus caderas para que no se me escapara. Quería correrme, que él se corriera y lo conseguí simplemente pasando mi lengua suavemente por su cuello y clavando las uñas todo lo que pude a la espalda. Sabía que le gustaba sentirse poderoso y le hice saber que así era gimiéndole y susurrándole que  que hiciera conmigo lo que quisiera. 

 

Nuria Medina