Lo típico: chica conoce chico, chica le cotillea su perfil de Tinder, chica se enchocha porque en todas las fotos parece un adonis, chica le da like, chica da saltitos de alegría cuando ve que hay match, chica y chico empiezan a hablar. Esta es la verdadera historia de los romances del siglo XXI, y mirad, yo no sé si lo mío estaba predestinado a ser un amor de película, pero lo que sí tenía por seguro era que a ese maromazo tinderiano le quería echar un polvazo.

Total, que empezamos a hablar durante horas de todo. Daba igual que se tratase de nuestro trabajo soñado que del ciclo reproductivo de la mosca de la fruta, nosotros exprimíamos el tema al máximo contándonos todos los detalles y conociéndonos a popa. El amor estaba zarpando, como diría Camela. Por eso, era inevitable que X. y yo acabásemos quedando.

Al principio surgieron los típicos miedos de la primera cita: “¿Y si se piensa que soy un troll comparada con las fotos?”, “¿Y si no le gusto?”, ¿Y SI NO ME GUSTA?”, “¿Y si por WhatsApp es súper majo pero en persona es un coñazo?”, ¿Y si se piensa que peso 50 kilos?”. Ya sabéis, las típicas duditas tontas que se disipan cuando te paras a pensar: “Nena, ¿cómo coño va a penar que pesas 50 kilos si en tu foto de perfil se te ve tol cuerpazo que dios y el cocido te han dado?”.

Llega el día de la cita, y con más ganas que vergüenza me planto en la esquina en la que habíamos quedado. Para que os hagáis a la idea, iba divinísima: vestidazo de lunares con un lazo a la altura de la cintura anudado por detrás. Vaya, que me creía Minnie Mouse yo.

Nos vemos las caras, exactamente iguales que en las fotos, y nos damos dos besos. Todo va bien, todo fluye. Me lleva a un bar nuevo con cerveza alemana, perritos calientes y música buena. Yo no podría estar más cómoda. Llegamos, nos sentamos y empezamos a darle al bebercio, y a mas cervezas nos metíamos pal cuerpo, más hambre nos entraba. Creo que agotamos las existencias de perritos calientes del bar, pero estábamos más a gusto que un arbusto. Entre mordisco y mordisco al perrito, nos dimos el lote a base de bien, y cuando el estómago nos dijo “STOP. NO MÁS COMIDA” él decidió invitarme a su casa para comerme mi parrusa baja en calorías.

La cosa es que al ir a pagar empecé a notar que mis intestinos estaban hablando en pársel. Los susurros empezaron a acompañarse de retortijones, y los retortijones empezaron a acompañarse de sudores fríos. Era justo y necesario que antes de salir del bar le dijese “espera un momentito que voy al baño”. No era plan cagar en su casa, porque notaba que iba a echar hasta mi primera papilla por el culo y no hay sonido de grifo que camufle eso, así que me pareció una maravillosa idea descomer en el baño del bar.

Tampoco os voy a explicar cómo cagué porque eso lo hacemos todas. Te subes el vestido, te bajas las medias y las bragas y te pones al tema: fácil y sencillo. El problema es que según salí del baño noté un olorcillo malo, y el olor no se iba aunque nos estábamos alejando del bar.

Él – ¿Oye, no te huele mal?

Yo – Jolín, pues sí, desde que salimos del bar.

Él – Sí, a ver si alguno ha pisado una mierda.

Yo – Ay, mira a ver si he sido yo.

Y como una Cenicienta me di la vuelta y levanté el pie izquierdo y después el derecho. El problema es que la caca no estaba en el zapato…

Él – Ufff… A ver como te digo esto. Te has manchado de mierda el lazo del vestido.

TIERRA TRAGAME Y NO ME ESCUPAS NUNCA.

Resulta que entre magreo y magreo se me debió desatar el lazo del vestido, y al ir a cagar se metió de lleno en la taza del váter. Total, que mi diarrea cervecera manchó de mierda por completo el lazo, y yo perdí la dignidad, las ganas de vivir y las ganas de follar.

Muerta de la vergüenza le dije que lo sentía mucho pero que me iba a mi casa a lavar el vestido, y jamás volví a saber nada de mi ligue tinderiano.

 

Anónimo