Hola, me llamo Sandra y tengo un novio gordibueno (Hooolaaa Saaandraaa). Ahora es gordibueno, antes era simplemente gordo. ¿La diferencia? No, no son unos kilos. Os pongo en situación.

Sandra: 18 años, niña buena, buena estudiante, no liga ni a tiros (aunque parece que la cosa va cambiando) y eso que nunca ha sido fea, pero sí algo cortada.
David: 25 años, muy buen tío, sigue estudiando la carrera (y lo que le queda), cero éxito con las chicas. Cree que sus 120 kg tienen la culpa y que nunca podrá gustarle a nadie.

A los padres de Sandra no les gusta David. Demasiado mayor, demasiado mal estudiante, demasiado vago. Lo curioso es que a Sandra tampoco le gusta David. Son muy buenos amigos, pero ya está. Hasta que Sandra se va un par de meses a veranear fuera y lo echa de menos. Ella sabe que a él le gusta, pero siempre ha evitado darle esperanzas. ¡Son amigos! Y no quiere que eso acabe por el encaprichamiento de él. Pero el caso es que lo echa de menos. Y las llamadas se suceden, cada vez más largas. Mensajes, perdidas y todas aquellas cosas que hacíamos antes del WhatsApp. Deberían encenderse las alarmas. ¡Danger, danger! Pero no, está prohibido y ella sigue convenciéndose de que no le gusta. ¿Cómo va a estar la niña buena con alguien que no gusta a sus padres?

Pero es que ella sabe que se equivocan, que él es buena persona, que no es un salido detrás de jovencitas y que la carrera la saca si se pone. Que es un tío divertidísimo y que sabe escuchar. Y que no tiene ese lado cabrón que tienen los chicos de su edad. En serio, ¿por qué no han saltado aún sus alarmas? Sus amigos le dicen que le gusta, pero ella lo niega. ¡Sandra, que te pasas el día hablando de él! Da igual, no me gusta.

Y es que, por teléfono, todo es perfecto. Pero en persona, todo cambia. No hay atracción física, cero, niente. Antes de que me llaméis gordofóbica, el problema no era ese. O, al menos, no todo el problema. El problema era que era feo. Sí, aunque suene así de mal. Su mata de pelo (también llamada «gato muerto encima de la cabeza»), sus gafas metálicas, viejas y redondas (lo menos favorecedor para su cara redonda), su eterno pantalón de chándal y camiseta de fútbol… ¿Os dais cuenta? Cosas que se pueden cambiar, cosas que sólo le tapaban. Y llegó un momento en que su personalidad me atrapó tanto, que vi debajo de aquellas cosas. Y me di cuenta de que no era feo, sólo que no se sacaba partido porque pensaba que no valía la pena, que nunca se fijarían en él. Pero yo lo hice, empecé a verle guapo, y ahí ya no pude negarlo y reconocí que me gustaba.

Y, cuando él se dio cuenta, cambió. Empezó a arreglarse. Empezó a confiar en sí mismo. Y empezó a luchar. Hasta el momento, se había limitado a decirme lo que sentía, sin ninguna esperanza. Pero, cuando se dio cuenta de que me gustaba, empezó a luchar por lo nuestro. A intentar convencerme de que podría funcionar, que éramos el mejor para el otro, que podríamos con mis padres. Y. ahí, me enamoré. Me gustaba su forma de ser, me gustaba su cara. Pero me enamoré cuando luchó. Cuando demostró que era capaz de confiar en sí mismo y de luchar por aquello que quería, por nosotros. Cuando sacó su fortaleza y su seguridad.

También empezó a cambiar. No porque pensara que así me iba a gustar más, sino porque él se gustaba más así. Porque quiso dejar de esconderse bajo un disfraz que no le quedaba bien. Se arregló el pelo. Se cambió las gafas por otras mucho más modernas y favorecedoras. Perdió un par de kilos, los justos para entrar en las tallas más grandes de tiendas como Zara o Springfield (cuando aún había tallas grandes de verdad) y se dio cuenta de lo mucho que le llegaba a favorecer. Y, ahí, se convirtió en gordibueno. No porque adelgazase. No porque cambiase de look. No porque tuviese ropa nueva. Sino porque ganó la confianza como para hacer todas esas cosas. Porque se gustaba. Porque vio que, debajo de su disfraz, había alguien que lo tenía todo para gustar. Porque aprendió a quererse y quiso sacarse partido. Porque se dio cuenta de que él también podía gustar.

¿Yo? Han pasado casi 10 años y sigo encantada. Empecé con él cuando más gordo estaba y ha pasado por épocas de estar más delgado y otras de recuperar kilos. Y me da igual. Mientras mantenga esa sonrisa, ese sentido del humor que me vuelve loca, esas piernas de infarto (que, pese lo que pese, se mantienen igual), esa forma de picarme, ese pelazo negro y brillante, esas ideas de planes geniales y tantísimas otras cosas buenas, me seguirá dando igual su barriga. Para mí, sólo es tener más de él que abrazar.

Sandra Llopis