Verano 2000 y algo. Una pequeña isla en medio del mediterráneo. Anochece otro día más entre una jornada de paseo y vacaciones de lo que parece una pareja, pero que en realidad tan solo son dos amigos de viaje, juntos.  Dos amigos que duermen en la misma cama, de la misma habitación, muy juntos, muy cariñosos y con muchas ganas de traspasar líneas que se fijaron muchos años atrás sin saber qué fijar. Hacía horas que se abrazaban en esa cama ajena en un barrio raro, en una de esas tardes de calor soporífero y ruidos vecinales de dudosa procedencia. Horas de roces en el brazo, cosquillas y confesiones íntimas, horas de mucho contacto. Y pasó, una boca muy cerca de un cuello, un cuello sensible, unas ganas locas de comérselo entero. Una mordidita en un punto sensible.

 

– No sigas por ahí, que tendremos un problema.

 

A veces los problemas son soluciones. Un mordisco más grande. Lo inevitable para quien juega con fuego. Bocas, saliva, ganas, deseo, desenfreno. Muchas ganas. Muchas, muchas ganas. Besos que intentaban sofocar años de querer y no poder, veces en las que se estuvo a punto, pero no. Caricias, ropa en el suelo y una sola idea en la cabeza: por fin. Por fin se rinden al deseo, por fin se dejan llevar, por fin puedo ser yo.

Días de verano y de paseos, y besos, y metidas de mano en todas partes, y más besos, y más ganas, y más probar, y más de todo, y más nosotros. Días de fotos con sonrisas que esconden manos metiéndose por los rincones. Días que nunca olvidaremos. Días de felicidad absolutamente relativa. Días de amor.

Pero días de dudas, de silencios, de no saber. Días de falta de confianza, de mentiras, de verdades a medias, de esconder sentimientos para no asustar o para no herir. Días de fotos en las que dos personas funcionan a medio gas, porque el gas de cada uno es de un color distinto, es de un futuro distinto.  Días en los que la amistad se pone a prueba.

 

Fueron días tan agridulces como la vida misma, como nosotros, como el amor. AMOR con mayúsculas. Amor por la persona con la que duermes y con la que despiertas. Amor por todas sus cosas buenas y más amor por todos sus defectos, sus manías, sus rarezas. Amor por cada una de las veces que quieres matarle por un comentario absurdo, amor por todos esos momentos en los que nuestras opiniones eran diametralmente opuestas. Amor por no tener claro qué hacía allí con él, pero era el único sitio donde quería estar. Amor del que tarda tanto en irse que cuando ya no está te cuesta volver a saber quién eras. Amor del que cuando te besa, lo sabes. Lo tienes claro, estás jodida.

 

“Lo malo del después son los despojos”.

 

Hace años de ese verano, de ese viaje, de esa isla, de ese beso de aeropuerto que recordaré siempre como el mejor y el peor beso de mi vida. El mejor, porque mi romántica empedernida sabe que merecería una película solo para él, pero el peor, porque fue el último. Hace años que sé lo que se puede llegar a sentir y no quiero menos. Hace años de ese verano cuando él, de entre todas las personas que podrían, me enseñó cómo de bonito y devastador puede ser enamorarse de tu mejor amigo. Hace años de un verano en el que dejé de controlar mis sentimientos y empecé a sentir. Mucho y muy fuerte. Y aunque ahora no tengamos remedio, siempre recordaré ese verano, esa isla, y a nosotros, como el mejor verano de mi vida.

 

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