Soy tartamuda y no conseguí pareja hasta los 40 años
Padezco disfemia. Un trastorno de la comunicación que se caracteriza por interrupciones involuntarias del habla que se acompañan de tensión muscular en cara y cuello, miedo y estrés. En definitiva, soy tartamuda. Aunque normalmente se presenta durante la infancia, a mí me afloró en plena adolescencia. Una etapa que, de por sí, ya es complicada.
Una adolescencia terrible
Coincidió con el cambio del colegio al instituto, por lo que mi problema en el habla se convirtió en un verdadero obstáculo a la hora de establecer relaciones sociales. Las burlas y el rechazo no fueron ajenos a mi vida, me perseguían día a día. Fui víctima de bullyng. Me llamaban “tartaja de mierda”. Y te lo cuento con lágrimas en los ojos. Aún se me humedece la mirada al recordar esa época. Los apodos y las bromas a mi costa se convirtieron en algo frecuente.
La disfemia se convirtió en un enemigo constante.
Poco a poco fui perdiendo confianza para interactuar con los demás. Cada conversación era una prueba de fuego y pronto me descubrí evitando situaciones. Era tan duro ir al instituto que me inventaba enfermedades o dejaba los deberes sin hacer para “autocastigarme” en el recreo sin salir. Recuerdo con dolor a una profesora cuya estrategia consistía en “enfrentar” el problema. Como terapia de shock, me obligaba (sí, del verbo obligar) a leer en el alto. Para mis compañeros aquello era una tarea fácil; sin embargo, para mí, era como ponerme delante de un monstruo. Las palabras no fluían; en su lugar, surgían bloqueos, repeticiones y una sensación de vergüenza que parecía consumirlo todo. Las risitas y los susurros a mis espaldas solo empeoraban las cosas.
Quería desaparecer. No me atrevía ni a responder al teléfono. Socializar era un tormento. Durante muchos años, me he limitado a escuchar, temerosa de arrancar a hablar y que las palabras se me atorasen en la garganta.
Una vida amorosa aún más terrible
Mi vida amorosa, o más bien la ausencia de ella, estuvo marcada por el miedo constante a no ser entendida o, peor aún, a ser ridiculizada. Veía cómo mis amigas salían con chicos, acudían a citas y formaban relaciones estables, mientras yo me mantenía a la sombra, demasiado asustada para abrirme con alguien. A los 20 años, estaba convencida de que probablemente nunca encontraría a alguien que me quisiera, que pudiese ver más allá de mis dificultades para hablar.
Las primeras citas no ayudaron a mi autoestima. Mi obsesión por generar una buena impresión, acrecentaba mis niveles de ansiedad y exacerbaba mi tartamudeo. Enseguida, se creaban pausas incómodas y miradas de incomprensión que me hacían sentir aún más vulnerable. El amor no era una posibilidad real para una chica como yo.
Cada rechazo, explícito o implícito, alimentaba la sensación de que mi tartamudez me definía. Así que, poco a poco, me retiré del campo de juego amoroso. Me convencí de que era mejor no intentar, que al menos de esa manera evitaría la vergüenza de ser rechazada.
Acepté lo que no resultó ser tan terrible
Después de pasarme décadas luchando contra mi tartamudez, la acepté. La abracé. Trabajé sobre mi amor propio, algo que había descuidado toda mi vida, y me abrí a la posibilidad de amar y de ser amada. De repente, dejé de buscar la aprobación de los demás. Me sentí libre.
Dejé de esconderme y encontré a alguien. O me encontró a mí. No me ridiculizaba, tampoco intentaba terminar mis frases. Me escuchaba, podía ser yo misma, sin miedo. Las conversaciones que antes me aterrorizaban ahora eran espacios seguros. Si tartamudeaba, no pasaba nada. No había risas incómodas, ni miradas de lástima. Había una comprensión genuina y, lo más importante, un cariño que no dependía de mi habilidad para hablar con fluidez.
Aprendí que merezco ser amada tal como soy. Con el tiempo, me di cuenta de que este amor no habría sido posible si primero no hubiera aprendido a amarme a mí misma.
Relato escrito por una colaboradora basado en una historia real.