Soy virgen a los 30 y no pasa nada

 

Tengo 30 años y soy virgen. Tengo 30 años y nunca he besado. Tengo 30 años y no me he enamorado. ¿Y sabes qué? No pasa nada. Durante prácticamente dos décadas he sufrido un cóctel molotov de sentimientos, muchos de ellos impuestos por la sociedad, que me han ido dilapidando poco a poco mi amor propio. He pasado de presión social a vergüenza, de sentirme preocupada a culpable, hasta llegar a la aceptación. Al reconocimiento público y abierto, al “no pasa nada”.

Quizá hay vidas en las que el sexo es un pilar, una pata de su silla, vidas que no se conciben sin un buen empotrador, una enorme polla o un juguete sexual en el cajón; pero no es el caso de la mía. 

La virginidad como concepto

Está claro que la virginidad es un tema sensible, especialmente para las mujeres. A mí fue una palabra que me pesó mucho especialmente en los años de la adolescencia y un poco entre los 20 y los 25. De hecho, a más edad vas cumpliendo, parece que estás cometiendo casi un pecado (irónicamente), si no has mantenido relaciones sexuales o no tienes una relación de pareja. Recuerdo cuando era más joven y me encontraba con algún conocido, lo primero que siempre me preguntaban era: “¿Y tienes novio, mi niña?”, y yo bajaba la cabeza y susurraba que no, como si tuviera que avergonzarme. Las miradas de extrañeza tampoco me pasaban desapercibidas y, al final, sientes que es todo culpa tuya, que no eres lo suficientemente “nada”, que eres un bicho raro porque no tienes a alguien cogiéndote de la mano llamándote “cari” o “amor”.

Presión 

En cuanto pisé la adolescencia, sentí presión social. Todo mi ambiente empezó a salir de fiesta, a beber alcohol, a tontear con cualquiera. Yo era feliz en mi casa, sumergida entre libros, con mi té y disfrutando de mi soledad. No sentía la necesidad de acostarme a las tantas después de haberme pasado mil horas bailando; a mí, que no me gusta bailar. Con 14 años, me apetecía pedir una muñeca más para completar mi colección; no coleccionar tíos. No tenía interés en amores que fuesen más allá de la novela que me estaba leyendo. Era feliz así, pero la sociedad empezó a apartarme por no seguir las olas de la corriente. 

Vergüenza

Durante los veintitantos, a la presión se sumó la vergüenza. Mi entorno daba por hecho que yo ya había sufrido por amor, que sabía besar y que mi currículo de polvos debía ser tan largo como el pene del último tío con el que no me había acostado. Opté por evitar el tema o, de hablar, dar pinceladas obvias, algunas incluso basadas en experiencias de mi entorno o de los propios libros. No era capaz de reconocer abiertamente que yo no había vivido esa experiencia, más por el “que dirán” que por mí misma. 

Preocupación

Cerca de los 30, me preocupé. Mis amistades, ya no solo eran activas sexualmente, sino que además empezaban a formar sus propias familias. Y yo seguía igual que con 14 años: sumergida entre libros, con mi té y disfrutando de mi soledad. ¿Síndrome de Peter Pan? ¿Y ahora cómo lo hago? Si conozco a alguien, ¿me juzgará por mi virginidad? 

Culpa

Fue entonces cuando empezó la culpa. “Es culpa mía”, me flagelaba. Que ningún tío se haya fijado en mí, es por mi físico o quizá por mi inmadurez emocional. ¿Puede ser que jamás atraiga a nadie? ¿Nadie se enamorará de mí? ¿Qué es lo que falla? No haber mantenido relaciones sexuales en el abismo de los 20, destruyó mi autoestima y aumentó mis inseguridades. 

Y no ayudó el ginecólogo. En una revisión anual, el médico no me preguntó si había o no mantenido relaciones e intentó penetrarme vaginalmente con el ecógrafo sin mi consentimiento. Tuve que explicarle y me sentí juzgada, ridiculizada y humillada por confesarle a un extraño que con 30 años aún era virgen. 

Aceptación 

Quizá el tocar fondo, me obligó a cambiar el chip. He ido al psicólogo y he descubierto que, por lo pronto, tengo desinterés hacia el sexo. No me he encontrado con ninguna persona, sea hombre o mujer, que despierte en mí esa atracción. No es una cuestión religiosa, ni otros motivos poéticos del calibre: “entregar mi flor, conservar la pureza”. No, es que me la bufa. No me quiero casar ni tener hijos, no me apetece tener pareja, aunque socialmente no esté del todo bien visto. No entra en mis planes y ya está. 

Durante el proceso de aceptación, entendí que chasqueo los dedos y le pongo solución a este asunto a golpe de Tinder, pero no va conmigo. He aprendido a experimentar con mi propia sexualidad y tampoco me gusta. ¿Y sabes qué? ¡Tampoco pasa nada! Estoy feliz así, no tengo ninguna carencia. Me gusta vivir sumergida entre libros, con mi té y disfrutando de la soledad. 

 

Es una elección

Parece que nuestro valor como mujeres, como personas, depende de que tengamos una pareja al lado (sea hombre o mujer) que nos lo recuerde y se lo grite al mundo. En mi caso, hasta que no me fui acercando a los 30, cuando por fin empecé a aprender a aceptarme un poquito más, no perdí la vergüenza de decir en voz alta que seguía siendo virgen. Al final es una ELECCIÓN y NADIE tiene derecho a arrebatárnosla. Vivimos en una sociedad en la que existen términos diferentes para muy diversas identidades sexuales, incluyendo la asexualidad. Puedes tener pareja y no sentir la necesidad de mantener relaciones sexuales. Puedes no mantener una relación estable pero gustarte el sexo y tener relaciones con quien te dé la gana. Puedes simplemente no tener nada de eso y ser feliz, sentirte realizada.

Y estará BIEN, porque habrá sido tu decisión. A todas las mujeres que se sienten cohibidas por este tema, solo quiero decirles esto: si no quieres hacerlo, si no te apetece, si no te sientes preparada, NO lo hagas. Tu cuerpo es tuyo y de nadie más.

Anónimo