Siempre me fascina que me contéis vuestras historias para que yo las transforme y las comparta, pero cuando me llegan historias como esta… Me siento una privilegiada.

Una de vosotras creyó que sería interesante que contase la historia de sus abuelos y espero que os guste tanto como a mí.

Su abuelo creció en una pequeña aldea muy próxima a la ciudad. Venía de una familia muy humilde y dejó el colegio siendo un niño para poder ayudar a sus padres con la huerta y los animales. Una vez a la semana, cargaba el carro de verduras, huevos y hortalizas y lo llevaba arrastrado por un burro a un mercado casi dentro de la ciudad donde se acercaban las mujeres a comprar. El puesto de su abuelo solía ser el primero en quedarse vacío, pues su producto era muy bueno. Pero su madre siempre guardaba un manojo de grelo, un ciento de pimientos o una docena de huevos para una señora del centro que solía llegar más tarde. Nunca supieron de qué se conocían, pero ellas dos siempre tenían detalles la una con la otra y, a pesar de tener estilos de vida totalmente distintos y provenir de clases sociales totalmente opuestas, siempre charlaban animadamente y se contaban la vida la una a la otra.

Cuando su abuelo cumplió los 14 años, aquella señora a la que había que esperar cada jueves, comenzó a acudir al puesto acompañada de su hija. Ella miraba al burro con curiosidad, cuando él le dijo que podía acariciarlo. Los burros son mucho más listos y cariñosos de lo que creemos, así que se dejó acariciar por aquella niña asustada. Al pasarle la mano entre las orejas, este se movió y ella se asustó. Él se rio y la animó a seguir. Ella, con gesto agradecido, siguió haciéndolo y así, acariñando al animal, empezaron a hablar. Ella le contó que no le gustaba demasiado el colegio, él le contó que le hubiese gustado terminar sus estudios y le habló de la granja de sus padres.

Al igual que lo de sus madres, aquello también se convirtió en costumbre. Cada jueves, mientras las dos señoras se ponían al día sobre sus asuntos, aquellos adolescentes charlaban al lado del burro, que guardaba todos sus secretos.

Cuando él cumplió 16, ella acudió al puesto con chocolate. Él nunca lo había probado y el dulzor de aquel detalle le llegó al corazón, cambiando de golpe la mirada que poco a poco ya había ido mudando de amistad infantil a amor juvenil. Ella, que fingía no darse cuenta, le fue contando cómo acabaría el colegio e iría con su tía a pasar un año al extranjero. Escucharon cómo sus madres hablaban del asunto y es que su padre se empeñaba en que debía ir a aprender un idioma, pero ella no estaba de acuerdo, pues debía vivir con su cuñada que era “un bicho” según sus palabras. Estaba intentando por todos los medios que ella no se fuera y, desde ese momento, aquellos jovencitos lo intentarían también como fuese.

Ella se apuntaba a todo tipo de actividades que exigieran un compromiso para tener excusas por las que postergar su viaje. La madre de él le propuso mandarla, junto con algunas niñas más, a aprender a hacer quesos con ella. Les enseñaría el proceso y así le ayudarían en ese nuevo mercado que pretendía ampliar. Así, una vez por semana, ella y algunas de sus amigas acudían a la granja familiar a hacer quesos. Ellos aprovechaban cada descanso para verse, hablar y cogerse de las manos. Es muy bonito ver cómo esos pequeños detalles los enamoraban lentamente.


Unos minutos con los dedos entrelazados eran suficientes para hacer palpitar sus corazones el resto de la semana. A los 17, él iba en bicicleta cada tarde a la ciudad para acompañarla de la escuela de labores a su casa (un trayecto realmente corto en comparación con el largo camino a pedales que él recorría). Pero el viaje que ella debía hacer era ya inminente y se prepararon para la despedida. Él le prometió que pensaría en ella cada día y que aprendería a escribir algunas palabras para poder mandarle cartas. Ella le dijo que volvería en cuanto pudiese y que hablaría con su padre para que pudieran casarse. Pero cuando ella tenía la maleta lista, su padre falleció justo antes de salir de casa temprano. Calló fulminado al suelo, nunca supieron de qué, suponen que un infarto.

Aquella trágica noticia llegó acompañada de muchos cambios, muchos de ellos terribles, pero otros no tanto. Su madre y ella quedaron desamparadas y debían buscar la manera de salir adelante. La madre de él acudió al funeral con su mejor vestido. Allí se abrazaron y ésta le prometió que las ayudaría en lo que pudiera. El negocio de los quesos estaba dando su fruto y podría ampliarlo mucho si tenía dos nuevos pares de manos que la ayudasen. Ella y su madre se mudaron a una pequeña casita cerca de la suya en la aldea y cada mañana trabajaban todos juntos con los animales, la huerta y el taller de los quesos. Cada tarde, entre besos furtivos y miradas enamoradas, ella le enseñaba  a leer y escribir por si algún día se separaban, que pudieran escribirse en la distancia. Pero eso nunca pasaría. El amor que crecía entre ellos era más que evidente para todos y con 19 años se casaron en una humilde y preciosa ceremonia.

Las consuegras no podían estar más felices y ellos decidieron construir su propio hogar y seguir apoyando el negocio familiar que daba cada día más frutos. Poco a poco fueron contratando a más personas para su taller y los distintos puestos que ponían en toda la ciudad casi a diario.

Con la llegada del primer bebé, ella dejó de ir al taller y se ocupó de la casa y sus hijos. Él trabajaba duro para el negocio familiar, pero en cuanto salía del taller, recogía algunas flores del camino y acudía veloz a abrazar a su amada. Tuvieron tres hijas y dos hijos y prometieron hacer lo posible para que pudiesen llegar a donde quisiesen con los oficios que eligieran.

De sus 5 hijos, 3 tuvieron estudios superiores y se fueron a la ciudad y dos se quedaron en el negocio familiar cuando sus abuelas aceptaron su merecido descanso. Tuvieron 9 nietos y todos ellos conocieron la historia del burro que guardaba sus secretos, las tardes de abecedarios aprendiendo a leer y a besar…

Cuando ella enfermó, él empujaba por la ciudad la silla de ruedas cada tarde para que pudiera sentir el sol en la cara al menos un ratito cada día. Nunca aceptó ayuda para sus cuidados. Su hija mayor los acompañaba siempre que podía, pero él prefería hacerse cargo solo de su amor.

Ella, a los 87 años, ingresó en el hospital con una complicación provocada por una infección respiratoria. Él no se apartaba de su lado salvo cuando alguno de sus nietos lo arrastraba a su casa a comer, ducharse o dormir un rato. Pero ella empeoraba cada día más.

Entonces un día él pidió a su hija mayor que lo llevase a su casa. Todos se sorprendieron, pero creyeron que se había dado cuenta de que allí no haría nada. Nada más lejos de la realidad, él se dio una ducha y se visitó con aquella camisa que a ella tanto le gustaba. Al llegar de vuelta al hospital, peinado y perfumado al gusto de su esposa, le posó en las manos un ramillete de margaritas y le dijo “Ya estoy aquí, mi amor”. Ella, dormida, suspiró. En cuando él se sentó y le cogió su mano, ella le regaló su último aliento en agradecimiento por una vida feliz llena de amor. Su hija, presente en todo momento, llamó a los médicos que solamente pudieron acompañarlos en ese duro momento. Él le explicó a su hija qué ropa debía ponerle para el funeral, pues hacía años que tenían todo pensado. Pidió quedarse con ella mientras no venían los de la funeraria.

A todos sorprendía la entereza del abuelo mientras acariciaba el rostro de su mujer con cariño. Aunque las lágrimas resbalaban sin parar, sus ojos estaban alegres. Finalmente se sentó en aquel sillón en que tantas noches había dormido y, sujetando la mano a su mujer, la besó. Los dejaron solos para que se despidieran.

Cuando la funeraria llegó, su hija le pidió que se levantase, pero él ni se inmutó. Ella se acercó con cuidado, temiendo que ahora su padre se rompería del todo al tener que separare del amor de su vida. Pero no sabía que, en realidad, nadie los separaría jamás, pues él había emprendido el viaje tras ella.

Fue muy doloroso para la familia perderlos el mismo día a ambos. Eran unos abuelos entrañables y muy queridos por todo aquel que los conocía, pero ¿qué mejor final para ambos?

Y así partieron juntos con apenas unos minutos de diferencia. Por historias como esta os prometo que deseo más que nunca que haya algo al otro lado, porque estos abuelos merecen toda una eternidad de paseos al sol y manos entrelazadas.

 

 

Escrito por Luna Purple, basado en una historia real.

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