Es inevitable a veces juzgar a las personas y dejarnos llevar por los estereotipos de su ciudad de origen: que si los andaluces son vagos, los catalanes son tacaños, los madrileños unos chulos… Pero lo que me pasó en una cita con un chico que conocí en Tinder fue surrealista total.

Me descargué Tinder y empecé a curiosear a ver cómo andaba el mercado del amor. Hablé con algunos chicos, unos más interesantes que otros, pero no me atrevía a quedar con ninguno. Un buen día me hizo match un chico que me gustó bastante. Se llamaba Olivier, era francés, llevaba en España apenas unos meses, había venido por trabajo y aún no controlaba el idioma muy bien. Yo, que había estado de Erasmus en París en mis años universitarios, me pareció una súper idea quedar con él para retomar el francés que tenía ya algo olvidado.

Casi ni hablamos por la aplicación, directamente quedamos en un bar del centro para conocernos. Cuando llegué y lo vi pensé que era tal cual la foto, guapísimo: pelo rubio, ojos azules, nariz prominente, alto, delgado… Está mal que lo diga, pero pensé “típico francés”. Me saludó con dos besos y entramos al bar a tomar unas cervezas. La conversación fue en francés prácticamente todo el tiempo. Me dijo que aún no controlaba bien el español y yo me ofrecí a ayudarle con el idioma. Tras soltar dos o tres frases hechas en mi idioma, volvimos a hablar el suyo. Yo hasta me sorprendí de mi misma, de lo fluido que me salía hablar francés.

Pero en cuanto el camarero nos sirvió las cañas la conversación dejo de fluir. Me preguntó por mi equipo de fútbol favorito, a lo que respondí con un “odio el fútbol”. Se quedó perplejo, “¿Una española a la que no le gusta el fútbol? C’est pas possible!”. Pues si hijo mío, si es posible. No todos los españoles vivimos el fútbol como si nos fuera la vida en ello.

Luego me propuso ir a bailar a un sitio de bachata del que le habían hablado. Yo fruncí el ceño y le dije que no era yo mucho de bailar salsa y bachata… Me miró con los ojos como platos y me suelta: “Pero las españolas sois de sangre latina, tenéis que saber bailar”.

Le dije de broma: “Si quieres te bailo unas sevillanas que es más typical spanish y creo que no entendió mucho la ironía porque su respuesta fue: “Pues conozco un sitio de flamenco, si quieres vamos”. Y entonces fue cuando me entró la risa nerviosa y él me miró con cara de no entender nada. Le dio un gran trago a su cerveza y se quedó callado durante un rato. Yo intenté romper el silencio hablándole de mi año de estudios en Paris, de lo preciosa que me pareció la Torre Eiffel iluminada y de lo mucho que me impresionó el Palacio de Versalles, pero aparentemente él tampoco tenía ganas de hablar sobre monumentos típicos de su país.

Tras otro incómodo rato en silencio, él continuó con los topicazos… “¿Este verano te vas a la playa o a Ibiza de fiesta?”. Entonces fui yo quien le pegó un gran trago a mi cerveza y le contesté: “Mira, ni me gusta la playa, ni soy la más fiestera del mundo, ni me gusta la paella, ni me echo la siesta todos los días”. Fui un poco borde, lo sé, pero es que me tenía ya un poco hasta el moño con los estereotipos. Creo que el chaval buscaba un prototipo de mujer alegre, de sangre latina caliente y sensual, y se encontró conmigo, que soy la española menos típica que se podía echar a la cara.

En el fondo yo también juzgué al chico, quedé con él porque era francés y pensé que, puesto que yo viví en Francia una temporada, tendríamos mogollón de cosas de las que hablar. Pues no, ni yo me alimento a base de jamón serrano y tortilla de patata, ni él vestía a rayas y con boina de lado.

El muchacho se levantó sin mediar palabra, yo pensaba que se largaba y me dejaba allí sin más. Se acercó a la barra y volvió para decirme “Me tengo que ir que me ha surgido algo, las cervezas ya están pagadas, nos veremos otro día”. Me plantó otros dos besos y se fue.

Fue educado, me invitó a la cerveza y no volví a verlo nunca más. La cita no duró más de veinte minutos.