Si tuviera que describir esta breve (pero intensa) historia con una palabra, sin duda elegiría ‘surrealista’. Aunque bien podría añadirle ‘incómoda’, ‘embarazosa’, ‘horrible’, ‘penosa’… Nada bueno, como veis. Pero de todo se aprende en esta vida, y yo está claro que de todo esto he alcanzado a comprender que el mundo es un pañuelo y que la vida es así, qué le vamos a hacer.

Todo comenzó hace unos meses. Conseguí un curro magnífico de lo mío, que hoy en día es todo un regalo, y me mudé a otra ciudad dejando la casa de mis queridos padres por primera vez. Después de escuchar la retahíla sin fin de consejos por parte de mi madre y de observar el gesto serio pero triste de la cara de mi padre, agarré mis bártulos y me subí a un tren que me llevó a unos míseros doscientos kilómetros de mi hogar.

Me saltaré todo eso de que la vida independiente parece guay pero es súper dura, que tener tu propia casa es una responsabilidad enorme… Todo lo que queráis, pero yo la verdad es que ni sufrí ni lloré ni me sentí sola en ningún momento. En seguida hice amigos en el trabajo, gente además de mi edad y la mar de encantadores, y no había finde que no tuviera yo un plan entretenido.

La historia de verdad comienza cuando una tarde, hablando con una compañera del chollo, decido descargarme Tinder. Primero por cotillear un poco el percal en aquella ciudad, y segundo porque hacía un par de meses que no mojaba y ya empezaba a necesitar un poquitín de mambo. La verdad es que nunca jamás había yo estado con ninguna mujer, pero no sé muy bien por qué aquella tarde cuando me puse a rellenar el perfil decidí que lo que quería era encontrar a una chica con la que tener mi primera aventura lésbica.

Nunca había descartado tener relaciones con mujeres, de hecho para mis adentros siempre me había considerado bisexual, y quizás esa sensación de libertad que me daba el estar lejos de casa fue el empujón que me faltaba para lanzarme a la piscina. Así que allí delante de un par de birras mientras escuchábamos el mejor rock de los 90, mi compañera y yo nos pusimos a revisar perfil tras perfil.

Tenía claro que necesitaba una mujer madura y con las ideas claras, que ya suficientemente perdida me iba a encontrar yo. Y media hora después Susana apareció en mi pantalla. Era una mujer bastante mayor que yo, exactamente de cuarenta y nueve años, tremendamente sexy y guapísima. Sin dudarlo ni un poquito y ante la atónita mirada de mi amiga, hice match a cada segundo más segura de que conocer a Susana era mi nueva meta.

Abogada, inteligente, interesante, con el pelo canoso y un cuerpo espigado. Sus fotografías dejaban ver a una mujer de mundo que, seguro, sabría enseñarme todo lo que yo necesitaba entonces. Tuve suerte y aquella noche recibí respuesta por su parte. Nos pusimos a charlar vía chat y tras un par de horas de mensajes decidimos llamarnos por teléfono.

Recuerdo su voz de madrugada, preguntándome por cómo estaba y por qué le había hecho match. También recuerdo que el mero hecho de querer saber qué me gustaba de ella me ponía a cien. Me respondía con un ‘ajá‘ que me dejaba completamente loca, aquella mujer era como el veneno, de veras.

Después de un par de días de llamadas y mensajes de lo más insinuantes fue Susana la que me propuso que quedásemos en su casa. Yo ya le había soltado la bomba sobre mi inexperiencia en eso del sexo con mujeres y para ella en absoluto fue un inconveniente, es más, desde ese momento pareció estar muchísimo más interesada en que nos conociéramos en persona. Nos citamos un domingo por la tarde, un día de frío polar en pleno invierno.

Para qué mentir, yo estaba nerviosísima, ya no solo por conocer en persona a esa mujer que me había vuelto loca con sus palabras, sino por lo ansiosa que estaba de empezar a jugar. Me abrió la puerta de su piso sonriente, oliendo a un perfume maravilloso, y enfundada en un vestido negro precioso. Rápidamente me ofreció una copa y nos pusimos a charlar sin despegar nuestras miradas la una de la otra. La conversación era fluida e intensa, pero a ambas se nos notaba que aquello no nos interesaba lo más mínimo, así que antes de que nos diéramos cuenta nos estábamos enrollando en el sofá.

¿Cómo explicarlo? Aquella noche fue mágica y única en todos los sentidos. Estar con Susana era como algo que salía solo, en cada movimiento o cada caricia tenía la impresión de saber perfectamente por dónde iba. Con ella tuve los orgasmos más bestiales de toda mi vida. Fueron cuatro insuperables horas de sensualidad y sexo sin barreras.

Pasados los días mi recién estrenada amante parecía haber perdido un poco el interés por mí. Yo, que soy un as en eso de comerme el coco, rápidamente me culpé a mí misma cuestionando mis dotes para el sexo con mujeres. No dejaba de repasar una y otra vez las miradas, los gestos y los gemidos de Susana, pensaba que lo había disfrutado tanto como yo, pero quizás estaba equivocada.

Ella respondía cordial a mis mensajes, pero siempre encontraba una excusa para no volver a quedar en persona, así que tras tres semanas de largas decidí captar el concepto y continué con mi vida quedándome, al menos, con lo aprendido.

Lo genial de todo este entramado llegó un par de meses después. Hacía tiempo que sabía que mis padres no estaban pasando por su mejor momento. Yo como buena hija única escuchaba a mi madre en las miles de llamadas que me hacía muchas veces para desahogarse. Estaba claro que su relación ya no era buena, y yo siempre les recomendaba que ante todo intentaran ser felices, de la manera que fuera.

Así que un buen día sonó el timbre de mi casa. Era fin de semana y yo estaba completamente entregada a los brazos de Morfeo, por lo que cuando vi al otro lado de la puerta a mi madre sosteniendo una pequeña maleta me quedé patidifusa. Sí, se había ido de casa, ambos habían decidido pasar página y la buena de mi madre no había encontrado mejor manera de hacerlo que huyendo a casa de su hija. La abracé pretendiendo consolarla pero, una vez más para mi sorpresa, ella me separó sonriente y empezó a contarme toda una película de Tinder, del amor, de mujeres, de conseguir ser ella misma…

Me acababa de despertar y todavía no tenía encendidas todas las neuronas de mi sesera, así que le pedí a aquella mujer que un día había sido mi madre que echara el freno y volviese a empezar. Entonces me quedó claro: ella no era feliz, quería rehacer su vida y, lo mejor de todo, había conocido en Tinder a una mujer. Puedo asegurar que el sentimiento extraño que se me fue al estómago era indescriptible. Pero quise ser esa hija que ella necesitaba entonces, así que volví a abrazarla en silencio.

Tres días estuvo mi madre en casa sin despegarse de su teléfono móvil. Todo el santo día arriba y abajo que si Whatsapp que si Tinder que si ‘ahora me llaman‘. Le pedí varias veces que me enseñara a esa chica tan impresionante que la tenía enamorada, pero ella se negó a hacerlo al menos hasta que ambas se conocieran en persona. Y entonces una noche, mientras yo remoloneaba aburrida intentando elegir qué serie de Netflix ver, mi madre apareció ultra arreglada en el salón de casa. Había llegado la gran cita.

Allí que se fue la chocho loco dispuesta a comerse el mundo (y algún que otro parrús también). Intenté no pensar en ello y en cuanto me quedé sola eliminé de mi cabeza toda imagen que implicase a mi madre y a un cunnilingus. Y no supe nada más de ella, al menos hasta el mediodía siguiente, cuando recibí una llamada suya muy impaciente.

Le pedí que no contara más, no quería saber nada, si todo había ido bien me alegraba una barbaridad pero ahí debían quedar las explicaciones. Me hizo caso y regresó a casa pletórica, llena de vida y vitalidad. Sonriente como si se hubiera tragado un plato, y todavía nerviosa por todo lo que había vivido.

Si es que todavía me tiemblan las piernas, hija…‘ me dijo dando un saltito en medio del salón.

Y entonces, retrocedí en el tiempo. Los siguientes días mi buena madre no dejaba de mirar su teléfono con cara triste e inquieta. De pronto me vi a mí misma meses atrás cuando Susana había hecho su sutil bomba de humo conmigo. Mi madre empezó a producirme mucha pena y una noche decidí sentarme con ella para intentar hacerle comprender que a veces la gente busca una noche loca y nada más.

Pero ella me dijo que había estado genial, y que quería volver a verme‘ me explicó muy segura de sus palabras.

Entonces se me encendió una bombilla y le pedí que por favor me enseñase de una vez las fotos de su amiga Natalia (que así se llamada la susodicha). Ya lo habéis adivinado, ¿verdad? Natalia, Susana… y vete tú a saber cuántos nombres más escondía esa misma mujer que nos había hecho ver las estrellas con su verborrea y sus artes amatorias. De inicio mi corazón dio un vuelco, pero al instante fui valiente para contarle a mi madre toda la verdad sobre aquella chica.

Al final de la noche las dos nos abrazamos y decidimos abrirnos una botella de vino a la salud de Natalia-Susana y de todos los buenos orgasmos que nos había regalado a madre y a hija. Jamás hubiera imaginado que compartiría amante con mi propia madre, pero está demostrado que en esta vida nada es seguro, y lo que no haya logrado Tinder…

Lo fantástico de todo esto es que haber compartido noche y calabazas por parte de la misma mujer nos ha unido a las dos muchísimo. Así que, pese a todo, todavía tendremos que darle las gracias a nuestra sexy amiga.

Fotografía de portada

 

Anónimo