Las peores emergencias capilares

 

Me da vergüenza reconocer la ingente cantidad de veces que salí de la peluquería llorando y me fui directa a casa a lavar el pelo para arreglar un mal peinado (por el que acababa de pagar entre quince y treinta euros) o a buscar algún gorro, pañoleta o ¡lo que fuese! (dependiendo de la época del año) para disimular un mal corte o unas mechas de dudoso color. 

Juraría que las veces que salí disparada para casa tratando de ocultar las lágrimas (y el puto pelo) superan con creces a las veces que salí feliz y contenta y pude pasear orgullosa por la ciudad mi nueva imagen.  En fin, creo que no soy la única.

En el top five de los peores desastres capilares que recuerdo está sin duda cuando fui a echarme un tinte “amarillo no pollo” y salí como un Risqueto, un Cheeto o cualquier otra cosa de color naranja radioactivo.  Ese día, salí tan en shock que no pude ni llorar, eso sí, llegué a casa en tiempo record para evitar que me viese nadie y en cuanto empecé a gimotear no pude parar durante días (los mismos que tardé en ir a otra peluquería a que me arreglasen aquella desgracia).

Suelo ponerme siempre mechas, pero aquel día, decidí que me apetecía un cambio y teñirme el pelo. 

 -Amarillo no pollo, un color dorado, o arena, así cómo las mechas que me pongo habitualmente- le dije a la peluquera cuando me preguntó qué color quería.  Imagino que en algún momento desde que salió de mi boca hasta que lo procesó su cerebro, la información se distorsionó un poco, porque si no, aquel naranja fosforito, de verdad que no lo entiendo.

Lo único que me hace gracia, a toro pasado, es recordar la cara de pánico de mis amigas y mi novio tratando de aguantar la risa.

Otra pifia capilar digna de estar en el top fue cuando fui a cortarme el pelo “a capas”, pero “a capas muy sutiles que no se noten demasiado” y salí de la peluquería con una escalera de tres alturas: flequillo (hachazo), por debajo de la mandíbula (hachazo) y resto del pelo (en mi caso, para ser más exactos, dos pelos largos y finos que parecían una pareja de ratas mojadas)

Este desastre me costó más tiempo superarlo, porque la capa larga compuesta de dos pelos, la corté yo misma ese día, pero la diferencia entre el flequillo y la mandíbula, tardó una eternidad en crecer.  (Y no, no podía ponerme coleta porque se me salía el pelo por todos los lados)

También recuerdo algún corte de flequillo que me obligó a llevar el pelo rayado para atrás sujeto con horquillas y mucha laca durante semanas.

En el apartado “peinados” mi favorito era cuando les decía a las peluqueras que quería “ondas muy sueltas, así como surferas” y salía igual que la peluca de un juez, y el más habitual, cuando pedía “liso pero sin mucho volumen” y salía como si a María Teresa Campos le hubiese dado un viento fuerte de frente.

Hace años que para evitar disgustos, no me peino cuando voy a la peluquería “con que me quites la humedad es suficiente”, les digo siempre.  

-Ay mujer, pero si el peinado está incluido en el precio- me dicen a veces.  -Pues ¡eso que os ahorráis! -les digo con mi mejor sonrisa falsa- porque los disgustos que me tengo llevados, esos, ¡sí que no tienen precio!!!

 

La vetusta bloguera